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De Ayamonte a Vila Real

El estuario del Guadiana discurre entre España y Portugal | La antesala onubense del Algarve es devoción, pesca y pintura

El puerto deportivo.

La luz de Ayamonte enamoró a Sorolla, la diurna y también la de esas noches de luna, que cantaba Carlos Cano, cuando hasta Vila Real de Santo António y Castro Marim, el estuario del río Guadiana alardea de belleza, algo mutilada por la vista del Puente Internacional que une Huelva con el Algarve. Ese nudo gordiano entre España y Portugal da a los ayamontinos un tono cosmopolita del que presumen con razón.

Ya no es necesario atravesar en barco el cauce que va a morir al Atlántico en Punta del Moral, donde los hoteles de lujo desplazan a las antiguas casas de pescadores y a los barcos de contrabando, abundantes antaño en esa raya luso-andaluza. Los lugareños aceptan el desarrollo urbanístico que al menos respeta los esteros y las marismas, solemnes en bajamar, grandiosas con marea llena.

Los langostinos compiten con las coquinas en esa naturaleza de agua dulce y salada que se atisba desde el barrio de la Villa, la parte alta de la señorial Ayamonte, nombrada por los griegos, hoy colonizada por ingleses que habitan las urbanizaciones de Costa Esuri, y portugueses que pasan la tarde de sábado en los centros comerciales. El Parador, sobre las ruinas de la antigua alcazaba, domina toda la desembocadura. Los hay más bonitos en la red nacional, sí, pero ninguno con ese espectáculo de agua interminable que refleja en sus cuadros Florencio Aguilera, gloria local, creador del Festival Internacional de Música de Ayamonte, heredero de esa escuela surgida de la luminosidad atlántica. Así que si quieren ver una puesta de sol inolvidable ante un martini perfectamente servido, elijan una de las mesas de forja en la terraza y conecten los sentidos.

Si buscan disfrutar de la alegría de la Andalucía marinera, por la mañana bajen al puerto para pasear entre barcos y redes. Las antiguas fábricas de conservas hablan del esplendor pasado que confirman palacios y mansiones como el del marqués de Ayamonte, con su patio de La Jabonería, en la plaza de San Francisco, hoy propiedad del pintor Aguilera.

Para el aperitivo merece la pena ir de excursión a Isla Canela, la playa contigua a la de Monte Gordo, un trozo de Algarve menos "viajado" y que desde allí hasta Tavira abarca el parque natural de la Ría Formosa, con una sucesión de arenales como Altura y Manta Rota, pensados para amantes de la paz. Son tan grandes que siempre hay un hueco. Los portugueses conservan la buena costumbre de hablar en voz baja. Si oye gritar, no lo dude, será en español. Volvamos a la villa donde la Virgen de las Angustias procesiona en Semana Santa y cada 8 de septiembre. El atún encebollado y unas gambas blancas de Huelva en Casa Vicente o en el Mesón El Choco, repararán las fuerzas. Para la merienda, al caer la tarde, una coca de almendra de La flor de la Canela, una confitería de esas en las que sirven los pasteles con cuchillo y tenedor.

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