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La magia de Mozart

Una gran noche mozartiana de las que hacen afición con un reparto muy equilibrado, un decorado efectivo y un vestuario impecable

La magia de Mozart

Uno de los hilos argumentales que, en muchas ocasiones, se vislumbra en las óperas de Wolfgang Amadeus Mozart es el de la nostalgia, el del tiempo perdido, el de las ilusiones rotas. Es verdad que hay en él un optimismo innato, un sustrato que puede con todo. Expone los asuntos que tiene entre manos con amabilidad en las formas y con carga en sus mensajes. Su denuncia de los hábitos y costumbres del antiguo régimen, de la moralidad imperante, su afán por la igualdad, por la búsqueda de un mundo mejor, crepita en su catálogo como un fuego que llega a nuestros días con llama poderosa. Hay en sus obras una poética de belleza formal innegable y, quizá por ello, nos sigue implicando, y de qué forma. De la magistral trilogía escrita mano a mano con el libretista Lorenzo Da Ponte, "Così fan tutte" nos cuenta un peculiar juego de enredos, entre dos parejas de jóvenes prometidos, burgueses bien asentados, con la intermediación de un personaje, un tanto siniestro, a modo de maestro de ceremonias y urdidor del engaño y una criada con conciencia de clase y sabedora de la vida que se presta con ganas a entrar en el tinglado con la esperanza de conseguir sus particulares réditos de todo tipo.

La trama permite todos los acercamientos que se quieran porque funciona como un lienzo en el que se ha de pintar una historia independientemente de una época histórica concreta. Del Nápoles de comienzos del siglo XVIII a un cabaret del cambio del siglo XIX al XX es el viaje que, en esta ocasión, nos propone el director de escena Joan Anton Rechi. De la luminosidad a la oscuridad de la noche donde todos los gatos son pardos, del disfraz convencional a los trucos de magia e ilusionismo que hacen que la trama adquiera otro carácter más simbólico, otras emociones y otros discursos narrativos. Rechi es uno de los grandes de su generación, un director de escena hecho paso a paso, que está construyendo una carrera muy sólida. En sus propuestas hay ingenio y talento, capacidad de innovación, respeto a las obras, ideas consistentes, bien construidas y mejor expuestas.

Ese cabaret, que bien pudiera ser parisino, y está lleno de evidentes guiños cinematográficos, en la composición de la luz o en el vestuario, hace que el disparatado juego acabe derivando hacia un final más abierto, fuera de lo convencional, al que se llega a través de sutiles gestos, que derivan en el estupor, la rabia y el desencanto. Al fin del camino se acabó el juego, nada es lo que parece, y las ilusiones perdidas dan paso a un realismo posibilista en las parejas que no es precisamente optimista. El trabajo actoral es soberbio, muy bien delineado, con gags que funcionan a la perfección, envueltos en un decorado sencillo, y efectivo, de Alfons Flores, y un vestuario verdaderamente impecable de Mercè Paloma. Hay sólo algo extraño en este acercamiento que no acaba de encajar del todo: la idea de poner la orquesta sobre la escena. Esta cuestión afecta a los balances entre las voces y la formación, y más aún ante un escenario abierto. Es verdad que el trabajo realizado por Corrado Rovaris para corregir este problema ha sido soberbio y ha aminorado notablemente cualquier incidencia en este sentido al frente de la Sinfónica del Principado de Asturias, con su solvencia habitual, esta vez al lado del reparto. Rovaris planificó un discurso musical transparente, de gran precisión y estilísticamente muy depurado. Orquesta y coro le respondieron sin fisuras, en la misma línea, como exige musicalmente un autor de la claridad formal de Mozart, dejando ver su sonoridad exquisita, su riqueza tímbrica. No quiero dejar de lado el sensacional trabajo de Husan Park al clave, y su divertida desenvoltura escénica. Es una gran música y aquí lo ha demostrado con creces, impulsando unos recitativos ágiles, refulgentes.

"Così fan tutte" tiene, dentro de la célebre trilogía Mozart-Da Ponte, de un refinamiento extremo, y requiere que todos remen al unísono para hacer la farsa creíble y ese buen trabajo entre director musical y de escena consiguió el punto de equilibrio necesario para conseguir un gran resultado. Sobre todo, porque la otra clave del triunfo llegó con reparto muy equilibrado, ponderado en cada uno de sus integrantes, en la articulación simétrica del mismo. Todos los cantantes aportaron una base media de relieve, pero, sin duda, la gran triunfadora de la velada fue la soprano italiana Carmela Remigio, que volvió a Oviedo tras su magnífica Elettra de "Idomeneo", hace ya unos cuantos años. Remigio no sólo cantó con especial bravura la que es una de las más complicadas arias de la literatura mozartiana, "Come scoglio immoto resta" -"fioriture", cambios de registro, sobreagudos y graves evidenciaron su dominio técnico del rol-, sino que mantuvo el peso de la obra, estando siempre presente en la construcción del rol desde un concepto de notable trazo expresivo. Con ella, la Dorabella de Paola Gardina también cumplió con creces, en colaturas y resolución vocal y escénica del rol. Fueron dos hermanas de lo más convincentes. Sorpresa, y de las buenas, fue la Despina de Isabella Gaudí, astuta y picardiosa, su línea de canto se mantuvo siempre en primer plano. Quizás algo contenido Alek Shrader como Ferrando. Dotado de una vocalidad de hermoso timbre, fue ganando seguridad y dejó pasajes de gran sugerencia expresiva; entre ellos, el aria "Un aura amorosa", deliciosamente expuesta. ¡Qué bien seguir desde el Campoamor la madurez progresiva de un cantante aún joven como es Joan Martín-Royo! Cantó un Guglielmo de gran porte vocal y sobresaliente refinamiento. Por último, Umberto Chiummo obtuvo mejores resultados en su vertiente actoral que en la vocal, que no fue mucho más allá de la discreción. En definitiva, una gran noche mozartiana en una nueva producción de la Ópera de Oviedo de esas que hacen ganar público, de las que reivindican el género desde la calidad resaltando las enormes virtudes que atesora.

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