El arranque de la primera temporada de Mr. Robot fue deslumbrante. Qué ritmo. Qué originalidad. Qué fuerza. Qué interpretación. Qué desasosiego. Pedía a gritos ser considerada la mejor serie del año y Rami Malek el actor del momento. Pero el interés empezó a declinar, los guiones se liaron y el aburrimiento llamó a la puerta. Las dudas sobre la segunda temporada (Movistar +) estaban más que justificadas. Y pronto las disipa al tiempo que las acrecienta. No es una contradicción aunque tenga toda la pinta: estamos ante un producto de autor asumido, potenciado y blindado. Sam Esmail lo tiene claro y apuesta por ser una rareza desde el principio. Le odiarán o le amarán. Prohibida la indiferencia. Y en sus imágenes se alterna lo hipnótico con lo innecesario. Lo brillante con lo hueco. Lo sincero con lo falso. O lo tomas o lo dejas: como no te enganchen sus vaivenes argumentales, en ocasiones ininteligibles, y no te dejes embaucar por su estilizada puesta en escena (en pocas series, quizás en ninguna, hay una utilización del encuadre, la música, los silencios y la iluminación tan meticulosa y calculada al milímetro) estás perdido. Mejor pásate a algo más convencional. Los guiones están llenos hasta el borde de frases sentenciosas. "La aniquilación es siempre la respuesta: es todo lo que somos". O: "El secreto de un ataque perfecto es hacerlo infalible". O "la sensación de sentirte Dios nunca envejece" (dicho por Elliot después de hackear al FBI, chúpate esa). O: "Son bárbaros enfundados en trajes de diez mil dólares". O: "Dios no era un chivo expiatorio lo bastante bueno para mí". O: "El engaño no funciona si no hay confianza". O... basta, es suficiente.

"Mi padre muerto aparece y desaparece a su antojo. Hablo contigo, mi amigo invisible". ¿Revelador, no? Esmail aplica a su criatura una mezcla despiadada de Cronenberg, Fincher, Kubrick y Lynch. Como mínimo. Tiene su parte de thriller y sus ramalazos de El club de la lucha. Por qué no de los delirios oníricos de un Terry Gilliam. Es la crónica de una mente paranoica y también un relato de la crisis financiera en clave vengadora. Puede ser enormemente pedante (Elliot hablando mientras la imagen se desenvuelve a cámara rápida) pero también magistral: ese cuchillo que roza una piel amorosamente, los labios escarlata que susurran al oido "¿de verdad vas a decirme que no?", la madre con el carrito de niño a la que atacan con pintura roja, ese comienzo de capítulo con la música desgarrada de Blow Out de Brian de Palma. Y cómo destilan clase escenas como la conversación en una habitación llena de relojes, ese beso frágil en el Metro, los ejercicios depredadores en oficinas que parecen jaulas de cristal llenas de fieras con corbata, ese vagón con viajeros que llevan máscaras anti-gas y gafas de realidad virtual o esa ejecución sumarísima en un bar con tiro patriótico: "Esto es por mi país". Mr. Robot no renuncia a dar asco (Elliot buscando pastillas en su propio vómito) y se permite un capítulo absolutamente genial en el que se ríe de sí misma parodiando una sitcom ¡con Alf! De no ser por algún capítulo de relleno, algunas idas de olla prescindibles, reiteraciones excesivas y algunos giros sorpresa impropios de un empeño así estaríamos hablando de una serie llamada a hacer historia. Aún estás a tiempo, Sam.