El tiempo es el que hace al arte más grande o más pequeño. En concreto hizo gigante a aquel cine de los años cincuenta donde todavía el sistema de los grandes estudios de Hollywood no se había quebrado y que duraría hasta finales de los setenta con el estallido de la generación de Cimino, Malick, De Palma o Spielberg. Allí llega Macarena Granada (Penélope Cruz) tras la Segunda Guerra Mundial y desde allí aterriza en su España para rodar una coproducción sobre la reina Isabel la Católica. En este batiburrillo, en este cruce de caminos de una industria cinematográfica y el chabolismo fílmico patrio, encuentra Fernando Trueba una excusa perfecta para regresar a los personajes con los que triunfó en La niña de tus ojos. El cineasta sabe perfectamente cómo se coloca una cámara, conoce la historia del cine, entiende lo que fue una troupe de actores en la postguerra (ahí está El extraño viaje de Fernán-Gómez) y mueve a todos sus actores con una tempo clásico y precioso. En ellos no parece que hayan pasado quince años: Penélope Cruz, en principio la protagonista, se queda al fondo de un mosaico en el que destaca el terriblemente guapo Chino Darín, Ana Belén, Loles León, Javier Cámara o Jorge Sanz.

La idea era arrejuntarse de nuevo y contar otro estadio en esta, nuestra preindustria cinematográfica patria: por su mundo, Trueba nos enseña cómo era el franquismo, con sus oscurísimos, y a través de lo más afortunado de la cinta, el personaje de Antonio Resines, la evolución-nada que ocurrió en España de los cuarenta a los sesenta. En definitiva, Trueba nos habla del tiempo y del tiempo nacional. Mientras lo cuenta, la turba presente está genial pero se nota un cierto cansancio en el guión que el director amedrenta con su habilidad para rodar y, sobre todo, para explicarnos un mundo que ya no existe y donde, así me suena a mi al menos, a él le hubiese gustado vivir.

Cómica y siniestra, alegre y triste, deslavazada y conjuntada, hay en "La reina de España" suficientes valores contradictorios como para recomendar al espectador que vaya a verla sin los prejuicios habituales como esa idiotez del boicot a Trueba, promovido por idiotas y que consigue que tenga ganas de verla en bucle. Deje pasar dos horas estupendas, como me ocurrió a mí, con la bendita sensación de no haber pensado en nada más que en lo que nos cuenta Fernando Trueba.