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Una temporada en el infierno

Mel Gibson rueda una de las batallas más espeluznantes de la historia del cine tras un arranque plácido y desfallece antes de llegar a la meta

Una escena de "Hasta el último hombre".

Si algo ha demostrado Mel Gibson como director (salvo en su debut con la muy comedida El hombre sin rostro) es que posee una bipolaridad que sorprende, desconcierta y, cuando va en la buena dirección, impresiona. Tanto Braveheart como Apocalypto y La pasión de Cristo son cintas desequilibradas en todos los sentidos. Acogen instantes extraordinarios y también meteduras de pata antológicas adornadas con incoherencias en su mensaje muy apropiadas tratándose de una persona como Mel Gibson, cuyos desvaríos en la vida personal todos conocemos y no viene a cuento recontarlos.

Hasta el último hombre se suma con parecidas entrañas a la filmografía de Gibson, de quien esperamos más presencia como realizador y como actor porque ha llegado a un grado de serena inmadurez y bravura que es garantía de calambres en un Hollywood amuermado. Gibson, un niño grande al que divierte hacer trastadas, arranca su película con una placidez inaudita, aunque suelte algún aguijonazo (esa huella de sangre en una lápida, esa pelea brutal con el hermano, el accidente con chorro de sangre incluido) para que nadie se confíe. La presentación del personaje encarnado por Andrew Garfield es metódicamente sencilla, mostrando con pinceladas la niñez del futuro héroe, su conflictiva relación con su amargado padre y su noviazgo cursilón con una bella enferma a la que conquista sin apearse de una sonrisa entre inocentona y pánfila. Luego arranca una segunda película: el protagonista se alista y entra en el mundo machista, militarista y hostil de un campo de entrenamiento, donde no faltan los compañeros que le sacuden duro cuando su renuncia a empuñar armas les perjudica y un mandón tipo "La chaqueta metálica" (Vince Vaughn, increíblmente creíble). Hay algo de humor que pronto se omite al meternos en el fregado de las presiones para que Garfield se deje de tonterías pacifistas y empuñe un fusil de una maldita vez. Gibson no carga las tintas en ningún aspecto (salvo en la intervención paterna y las consecuencias sobre su vida sentimental) para seguir manteniendo el ánimo del espectador a bajas revoluciones, incluso un poco indiferente. Y, claro, entonces te tira el petardo a los pies. Niño grande, maldades pequeñas. Lo que nos muestra Gibson en cuanto arranca la batalla es un ejercicio muy calculado de brutalidad cinematográfica elevado a la máxima potencia. Salvar al soldado Ryan casi parece una película Disney en comparación. Casi. Cuerpos que explotan en mil pedazos. Cabezas decapitadas. Hombres sin rostro. Enemigos carbonizados. Amputaciones de todo tipo y sin rendición. Aullidos. Pánico, Desconcierto. Disparos al tun tún porque no se disingue al enemigo. Bayonetas que destripan, luchas cuerpo a cuerpo que convierten a los soldados en bestias. Durante la primera batalla Gibson, que aprovecha muy bien la sofisticación de unas cámaras minúsculas que se cuelan en los lugares más inverosímiles, muestra el mismo músculo narrativo de los combates de Braveheart e inserta al espectador en pleno combate sin contemplaciones. Cuesta mantener la vista en la pantalla y casi parece olerse la sangre, las vísceras, el terror. El odio. Y dentro de ese escenario de locura colectiva, con los generales bien lejos y la muerte bien cerca, el pacifista Garfield, cuyas radicales creencias religiosas nunca son objeto del menor análisis crítico, va de un lado a otro haciendo lo que puede, que es muy en comparación con lo que hará en la última batalla, cuando tendrá lugar su gran acto de heroísmo. Y es curiosamente en esa parte final donde Gibson, como ya hiciera en La pasión de Cristo con aquella lágrima de Dios digitalizada que fracturaba el realismo anterior, desfallece, y empieza incluso a traicionar a su personaje (¿un tipo que se niega a empuñar un arma puede en cambio dar patadas a granadas que también matan?), mete planos épicos con los que airear la valentía de los soldados norteamericanos y convertir a los japoneses en alimañas a las que quemar como ratas, recurre a ralentís que se regodean en la violencia, incrusta escenas tan absurdas como la búsqueda de la Biblia en pleno infierno y busca aparatosos y bonitos planos angelicales que desvirtúan, aunque sin desbaratarla, una propuesta que en sus mejores momentos pone a hervir las retinas.

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