La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los ritos del silencio

Desmesurado y valiente viaje al corazón de las tinieblas que pone a prueba la paciencia del espectador

Los ritos del silencio

A Martin Scorsese le costó Dios y ayuda poner en pie Silencio. Nunca peor dicho. Como ocurriera con todas sus películas de contenido abiertamente religioso, el creador de New York, New York trabajó contra viento y marea para conseguir que alguien le financiara una obra que vaga a contracorriente de modas y modos. Que desafía a la taquilla. Que en las proyecciones haya deserciones de espectadores es una muestra inequívoca de que se trata de un trabajo que no se lo pone fácil a la audiencia. Exige. Mucho. Demasiado a veces. Y digo demasiado por poner innecesariamente difíciles las cosas con reiteraciones que no aportan nada y un quietismo visual que alarga el metraje hasta la extenuación más por la famosa dificultad de Scorsese por editar lo que rodó que por necesidades artísticas. Y menos que siempre ha tenido a la gran editora Thelma Schoonmaker para sacarle de apuros. No vale la coartada de arrimarse a la estética de los clásicos japoneses, su lentitud y placidez eran, en realidad, capas bajo las que se escondían corrientes subterráneas de frenesí emocional y borrascas pasionales.

El cine de Scorsese siempre ha estado cruzado por vientos religiosos más o menos evidentes. La fe, la redención, el martirio, la venganza, el sacrificio, la duda, el tormento. El éxtasis y la culpa, la gran culpa. Taxi Driver, Malas calles, Toro salvaje, Gangs of New York, Uno de los nuestros, Casino? Incluso la aparentemente inocua After hours con ese calvario durante una noche de un hombre que acaba de rodillas invocando a un dios que le maltrata. He citado, no por casualidad, obras maestras. Incluso en su obra primera, la sensacional El tren de Bertha, el último plano mostraba a David Carradine crucificado. La última tentación de Cristo era tan respetable como fallida y Kundun era profundamente aburrida, pero no por profunda sino por todo lo contrario. De vacua belleza. La alianza con Leonardo DiCaprio le sirvió al cineasta a vivir una luna de miel con la industria a cambio de rodar títulos tan impersonales como El aviador, Infiltrador, Shutter island y El lobo de Wall Street, convertida ésta de forma involuntaria (o no, quién sabe) en una especie de autoparodia de las marcas estéticas de la casa Scorsese, que en ese juguete roto que era La invención de Hugo habían llegado a la cúspide. Tal vez apremiado por la edad, tal vez un poco molesto porque Hollywood le diera palmaditas y Oscars por un cine que no le salía de las tripas, Scorsese quema sus naves en Silencio, y lo hace a conciencia. Pero con un guión que dista de ser perfecto, incapaz en momentos clave de tallar como debiera las complejidades de los personajes, y lastrado por algunos desajustes interpretativos. No son Garfield ni Driver malos actores, pero no son todo lo buenos que necesita la historia, y sus carencias quedan más en evidencia cuando en la pantalla aparecen Liam Neeson o portentos como Issei Ogata o Shin'ya Tsukamoto. Viaje radical al corazón de las tinieblas donde las preguntas tienen más pujanza que las respuestas, Silencio resuena en la cartelera actual con el clamor de los artistas que aman tanto su oficio que son capaces de arder en la hoguera del repudio o la indiferencia. Por eso hay espectadores impacientes que se van, quizá por no ir prevenidos contra lo que les (des)espera. Ya sabes, como los que iban a ver El árbol de la vida esperando un festival de caritas de Brad Pitt. Y se encuentran con un apocalipsis íntimo de fe, desesperanza y calidad que se despliega sin prisas y abundantes pausas entre el cielo y el infierno.

Compartir el artículo

stats