Paolo Sorrentino es capaz en una película de ser insoportable, brillante, original, pedante, casi genial y casi odioso, capaz de fascinar y aburrir sin medias tintas. Así que si en lugar de dos o tres horas para exponer tanta fuerza y tantas bazas le das las diez horas de una serie de televisión, sus aciertos y errores (en los que admiradores y detractores no siempre se ponen de acuerdo) se multiplican como locos. Y El joven Papa de HBO es una locura. El planteamiento ya tiene ingredientes propios que la hacen impropia para las mentes bien pensantes: un papa fumador compulsivo que se niega a aparecer en público para preservar el misterio (como los mejores en su profesión: Salinger, Kubrick?), que utiliza los servicios de espionaje para tener controlados a los trabajadores del Vaticano, que no oculta sus dudas sobre la fe y que pretende hacer una revolución en la Iglesia capaz de acabar con ella.

Las huellas de Sorrentino se notan en cada frase de los abundantes diálogos, casi siempre interesantes. "El castigo de Dios nunca es por la belleza". Su Papa es iracundo, no conoce la piedad: "Los creyentes no lloran. Ya es hora de que dejemos de llorar en los funerales". Lleno de zonas oscuras que hablan de fragilidad extrema, de fracaso íntimo: "Yo amo a Dios porque es muy doloroso amar a los seres humanos". Sobre todo, a las mujeres, que le tientan con sus pechos divinos. Sin pelos en la lengua, incluso cuando tiene delante a religiosas con miles de devotos seguidores. "La halitosis es una deformación del alma", espeta sin pestañear. "Lo único que recuerdo de mi infancia es que un día yo no estaba allí". Sí, la infancia del Papa (como ocurrió con la del propio Sorrentino) explica muchas cosas a fuerza de mantenerla escondida. "No soy un cómico", dispara cuando le proponen mejorar su imagen, salir en los medios, vender humo religioso. Aunque, si es necesario, puede amenazar a un político con una salida en tromba si no cambia sus prácticas hostiles. "No creo en Dios", confiesa en un momento dado, y, al ver los efectos de su confesión en su interlocutor, sonríe pícaramente pero sin dejar claro cuando dice la verdad: "Es broma". Le anuncian que en el Vaticano "al cotilleo se le llama calumnia" y se convierte en un maestro de la manipulación, de la tiranía astuta. Es capaz de mandar a alguien a Alaska a dar misas muriéndose de frío de liberar un canguro en los jardines del Vaticano. El Vaticano, piensa, sobrevive gracias a la hipérbole, y él pretende actuar a la inversa: ser invisible. Es una gran verdad: "Los huérfanos nunca son jóvenes". Viejo prematuro, el Papa que no fue joven (de ahí la elocuente ironía del engañoso título) se desangra lentamente: "Nadie me quiere, por eso estoy preparado para cualquier tipo de maldad". Pero no para la suya. No cree en sus pensamientos ni en su voluntad ni en sus habilidades, pero es capaz de desafiar a los fieles: "No sé si me merecéis".

Torrencial y contradictoria como su personaje (al que le viene bien la interpretación desmesurada de Jude Law), la serie tiene en un solo capítulo más ideas visuales que la mayor parte de las series estrenadas este año en todos sus episodios. Por eso es una pena que, habiendo dejando tal estela de talento y provocación inteligente, deje lo peor para el final: un discurso con chirriante brote sentimentaloide-metafórico (ah, la infancia que no existió, los padres que fueron ausencia) que ensombrece (levemente, no nos pasemos) una serie sólidamente memorable.