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Nieve que quema

Drama nada convencional narrado con calculada distancia, dirigido con maestría y con grandes interpretaciones

Michelle Williams y Casey Affleck.

El dolor que nunca se cura aunque pase una vida entera es como la nieve que quema. El protagonista de Manchester frente al mar está abrasado por dentro y eso le convierte en un ser gélido que por no sentir no siente ni hastío. Le da todo igual. Pronto sabremos por qué: cuando los flashbacks que se cuelan cada dos por tres nos expliquen las razones de semejante derrumbe. La devastación crece entre cenizas. La historia de esta película -altamente desanconsejable para quienes vayan simplemente atraídos por el brillo de los "Oscar" sin saber que es cine muy exigente, antipático y agrio- no va más allá de lo que puedes encontrarte en cualquier telefilme con sobrepeso de truculencias emocionales y manipulaciones sentimentales. En breve: un hombre aplastado por la culpa, una muerte en la familia, un regreso a las raíces, un sobrino del que cuidar, una ex esposa con la que comparte heridas siempre abiertas, ajustes de cuentas con el pasado. Un dramón, sí. Pero Manchester frente al mar no vale lo que vale por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta: mansa y fríamente, como la nieve que cae sobre los vivos y los muertos. Lejos de sumar condolencias, busca excusas para evitar cualquier tiempo de desgarro con el que congraciarse con el espectador. Se lo hurta: imposible empatizar con un protagonista hosco que te lanza miradas esquinadas, te parte la cara si lo pillas con dos copas de más y es incapaz de encontrar las palabras para expresar lo que piensa, mucho menos lo que siente porque ya hemos quedado en que es un muerto viviente (y esta página está hoy en manos del cine zombi, por cierto). Y como la vida es así de insolente, también hay brotes de humor que se incorporan en los momentos más inesperados (ese fallido encuentro sexual de adolescentes que no encuentran la manera de que los dejen retozar en paz, esas bolsas de congelados que se niegan a aceptar su destino). Lonergan no siempre es leal a sus principios y, por ejemplo, renuncia a ese distanciamiento glacial cuando en la secuencia clave que crepita en el pasado recurre al Adagio de Albinoni para forzar la máquina del dramatismo, pero es un desliz mínimo comparado con sus logros. Y reserva para la parte final tres momentos conmovedores que no solo dejan a la intemperie los lugares más recónditos de ese personaje abatido por los tiros del destino sino que le permiten encontrar un mínimo rescoldo de esperanza entre tanta ruina. De esperanza o quizá de redención. Yo no sé si a Michelle Williams y Casey Affleck les darán el "Oscar", y francamente, querida, me importa muy poco, pero ese encuentro final entre ambos es uno de los momentos más estremecedores que ha dado el cine americano en los últimos tiempos. Con las atropelladas palabras de ella por un lado, con la mirada angustiada de él por el otro. Luego habrá unos abrazos que también ponen los pelos de punta y una confesión desoladora sobre la impotencia frente al dolor insuperable cuya fuerza no hubiera sido posible de no estar precedida por ese ritmo pausado, esa ausencia total de malicia manipuladora, esa renuncia implacable a dejarse llevar por los excesos del drama. Insisto: piénsenlo dos veces antes de visitar el desolado paisaje de Manchester frente al mar pero si se animan y no les gusta, no la odien por ser como es.

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