A la luz de la luna los chicos negros parecen azules. Como Chiron. A su alrededor solo hay violencia. Dramas extremos. Su madre es drogadicta, en el colegio le acosan los matones homófobos. Canallas. La única esperanza viene de la mano más impensable: un camello compasivo con novia tierna que le rescatan, le acogen y le ayudan a sacar la cabeza del pozo negro. Gracias a Juan, ese protector al margen de la ley, Chiron conoce bien y el mar y recibe la mejor lección de su vida: en algún momento tienes que decidir quién quieres ser. Juan ve en Chiron el niño que fue, Chiron ve en Juan al hombre que algún día será. Y pasamos entonces al segundo acto, Chiron es un adolescente, los abusos en la escuela se hacen ya insoportables, su madre está cada vez más devastada y sus primeros contactos con la homosexualidad le cargan de culpa y confusión y placer. Cuando ya no puede aguantar más humillaciones, el destino le enjaula.

Y nos plantamos en un tercer acto donde todas las piezas encajan. Con su dentadura plateada, su corona de mentira en el salpicadero y su madre ya al borde del abismo, Chiron es un hombre duro, un superviviente nato que sabe lo que hay que hacer para seguir vivo en la jungla, pero que exhibe todas sus vulnerabilidades cuando el pasado le alcanza.

Moonlight pone en el asador muchos asuntos peliagudos. La amenaza de pasarse de la raya melodramática es considerable pero Barry Jenkins la sortea con sensibilidad e inteligencia. Ayudado por un reparto sensacional, manejando con habilidad la cámara para atrapar a sus personajes en vaivenes agobiantes o planos secos como puñetazos, Jenkins controla los excesos. De ahí que, como ocurre también en la admirable Manchester frente al mar, los momentos más emotivos te golpeen duro: ese llanto silencioso de un avergonzado Juan cuando Chiron le pregunta si vende droga asesina, un encuentro liberador con una mujer arrepentida o ese final a flor de hiel.