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El último baile de Jack y Jackie en Camelot

La grandiosa Natalie Portman inunda cada plano de una arriesgada y brillante mirada a una mujer devastada

El primer plano es una declaración de intenciones. En todos los sentidos. Jackie camina en el crepúsculo con expresión aturdida, maltrecha, desafiante. Al borde del llanto, quizá. Próxima a la toma de decisiones inesperadas. Así arranca su película Pablo Larraín, lejos de cualquier tentación de convertir la historia de la primera dama ensangrentada en un biopic al uso siguiendo las costumbres de Hollywood. Su estructura dislocada ya es un aviso para navegantes: una recreación del tour guiado por Jackie en la Casa Blanca para la televisión blanquinegra, los momentos previos y posteriores al magnicidio, el asesinato visto desde dentro del coche, los preparativos y desarrollo del funeral y la entrevista también guiada con un periodista.

La primera decisión es un acierto pleno: elegir a Natalie Portman. Su trabajo es sencillamente perfecto, y nada más hay que añadir. Incluso sabe interpretar mal cuando debe imitar el documento histórico de Jackie, envarada, en el tour citado. No hablamos de un personaje al que sea fácil abordar, Jacqueline Kennedy era una mujer que seguía a rajatabla el consejo de su padre: que jamás permitiera que los demás adivinaran sus pensamientos y que siempre se mostrara ausente y lejana. Incluso frente al dolor insuperable de perder a su marido taponando con sus machos la salvaje herida abierta en su cabeza por las balas. Una esfinge no pero casi.

Las escenas de la conversación son altamente reveladoras porque en ellas Jackie es a la vez vulnerable y controladora, herida pero al mismo tiempo segura de sí misma y de lo que quiere contar y de lo que obliga a callar. Consciente de su misión de ofrecer una imagen acorde con su papel de reina en Camelot pero también necesitada de desahogarse, aunque solo un poco, con un extraño que la observa con ojos escrutadores pero reverenciales: perder a un presidente es como perder a un padre, le dice, así que su viuda es una especie de madre para el país.

Esa Jackie que recrea la película desde el misterio que rodea su verdadera figura (no la que ha quedado fijada en el mármol de la posteridad) es una mujer arrancada de cuajo de una ensoñación por el latigazo de perder a un hombre al que amaba, por muchos defectos que tuviera (Jack no era perfecto pero sí lo era para nuestro país). Alguien obsesionado con los detalles más macabros (los que cuenta sobre el momento del disparo, los que quiere conocer sobre la autopsia), que deambula por la Casa Blanca con el vestido rosa de Chanel ensangrentado, que elige el lugar donde reposará el presidente con los tacones en el barro, que cuida los detalles del funeral, que se sienta en el despacho oval en la silla con un cojín para la pobre espalda de Kennedy y se rompe en mil pedazos, que se enfrenta al momento terrible de contar a sus hijos pequeños lo que le pasó a papá... Puede retar al periodista: quiere que le describa el sonido de la bala cuando impactó en el cráneo de mi marido. Y cuando lo hace, advierte: no dejaré que publique eso. Control externo, caos interno. Por eso recurre a un sacerdote (John Hurt devastado por la enfermedad, imposible no sentir un escalofrío) que intente darle una explicación, un motivo para seguir creyendo. Para seguir viviendo. Cuando comprendes que no hay respuestas a todas las preguntas no hay más alternativa que suicidarse o aceptar la realidad. Jackie la aceptó. La mujer que enterró a dos hijos y tuvo el cerebro destrozado de su marido en sus manos tenía claro que hay dos clases de mujeres: las quieren poder en el mundo y las que quieren poder en la cama. Una simplificación que contrasta con la furia de su cuñado Bobby, futuro caballero de Camelot también abatido, cuando se lamenta amargamente de lo que podían haber hecho y no pudieron porque no les dieron tiempo antes de llegaran los tiros y las sombras. Somos ridículos, concluye, pero su confesión resulta incompatible con los sueños rotos de Jackie habitando su propio cuento de hadas, como bien realza Larraín en la última escena de esta película que comete la osadía de acercarse a un personaje real a través de sus pasadizos escondidos.

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