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Hablemos en serie

Una "Victoria" que no siempre triunfa

La serie, de factura impecable y solvente reparto, fuerza la trama romántica y no redondea la política

Jenna Coleman es la reina Victoria.

Victoria no es un triunfo pero tampoco un fracaso. Ni mucho menos. Tiene el problema de que las comparaciones con The Crown son inevitables. Y ahí es clara perdedora. Que no se depriman sus responsables: hoy por hoy las series que puedan arrimarse a la obra maestra de Netflix se cuentan con los dedos de una mano. Y puede que sobre alguno. Victoria (Movistar +) tiene el rocoso empaque visual de los productos británicos, un reparto más que aceptable en los papeles importantes (sólo algún secundario se queda fuera de juego), con una Jenna Coleman impecable al frente, y unos guiones en general robustos (nada que ver con los textos apolillados para las inefables Reinas de José Luis Moreno). Pero le falta el toque que convierte una serie solvente en una serie magistral.

Hay elementos en común entre The Crown y Victoria que llaman la atención. Por ejemplo, el detalle de que en ambas haya ratas en las cocinas de palacio. Diferencia: en la primera es visto y no visto, y sorprende. En la segunda está subrayado, y más que llamar la atención, la estruja. En Victoria está clara la intención de mostrar el desequilibrio social entre las clases de arriba (los poderosos y sus bajos fondos) y las de abajo (la servidumbre con sus penurias), pero recurre para ello a demasiados lugares comunes. No es la falta de sutileza su flanco más débil sino el retorcimiento de la historia para arrimar el ascua de lo real a la sardina de las historias románticas más trilladas. Si el arranque de la serie es potente (la muerte del rey que, lejos de alimentar penas y zozobras, sirve para espolear todo tipo de ambiciones) a medida que la historia avanza hay una inclinación excesiva y por momentos irritante a los territorios de una "love story" imposible entre la Reina y su maestro / hombre de confianza, Lord Melbourne. Que se haya elegido a un actor con aspecto de galán atormentado (Rufus Sewell, al que le sobra oficio para salir airoso) muy distinto al personaje real es una señal elocuente de las intenciones de los creadores por facturar un producto que atrape audiencias lo más amplias posibles por medios demasiado obvios. "Es muy astuto robando corazones", dicen de él. Algo que The Crown no hace a pesar de que en su entramado haya cruces amorosos o sexuales más propicios para ello. Victoria acierta en sus brotes de humor ("Es difícil que te tomen en serio cuando tus pies no llegan al suelo") o en sus destellos de determinación ("Piensan que por ser bajita aún soy una niña"), tiene gracia cuando desgrana a los personajes de la corte en cortes precisos, utiliza con acierto la luz cenicienta de la época (la escena de la coronación está muy bien resuelta) y ofrece momentos brillantes como el baile en el que la reina se pasa de copas y la grasa de sebo de las velas empieza a gotear (un ahorro fatídico, volvamos a la cera de abejas), pero a medida que pasan los capítulos las distintas historias van languideciendo, hay encuentros románticos otoñales improbables, suenan frases que imitan a una mala Jane Austen ("Un amor como el nuestro podría quemar una ciudad entera"), las tramas de la trastienda política no tienen el espesor necesario para hacerlas relevantes y la recreación digital de Londres deja mucho que desear.

En cualquier caso, Victoria bien merece un vistazo y un respeto, aunque solo sea por esa recreación del nacimiento de la prensa amarillista que arponea a la Reina o algunas frases que serpentean la trama con veneno dentro ("La verdad está sobrevalorada"; "El problema de un escándalo es que no salpica a quien debería").

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