Conviene recordar que las dos mejores películas del muy, pero que muy irregular James Mangold son westerns. Una, Copeland, de calado moderno. Otra, El tren de las 3:10, una modernización competente del clásico memorable de Delmer Daves. Así que no es de extrañar que esta (eso dicen) última aventura de Lobezno tenga sus mejores momentos cuando se arrima sin monsergar al padre de todos los géneros cinematográficos y cojee notablemente cuando recuerda que hay espectadores que han pagado su entrada para ver una película de súperheroes, por cruda y lenta que llegue a ser.
Ese desequilibrio hace de Logan una experiencia que puede ser muy insatisfactoria para el aficionado que busque zarpazos por doquier (más que nada porque cuando llegan lo hacen con unos tintes sombríos que no dejan espacio al desahogo de adrenalina) pero, por contra, ofrece al espectador no adscrito a reclinatorio alguno buenas razones para un moderado disfrute, aliñado con un formidable trabajo de Hugh Jackman decidido a rescatar su personaje de las garras del estereotipo (hazaña digna de todo respeto, visto como está el patio), el descubrimiento de Dafne Keen como una de las niñas más inquietantes salidad de una pantalla en los últimos tiempos, la conmovedora devastación que borda Patrick Stewart en su cautiverio mental y físico o la potente presencia de Stephen Merchant como un Caliban ciertamente inquietante.
Está claro que después del desastre de Lobezno inmortal tanto Mangold como Jackman se empeñaron en reconducir al personaje para concederle un final honorable, un último duelo que, como en Raíces profundas, la inmortal película de George Stevens que hace las veces de santo y seña de identidad, permita la redención de un personaje crepuscular (muy parecido en fondos, formas y barbas, por cierto, al estupendo Mel Gibson de Blood father) que hace del sacrificio un camino para el heroísmo auténtico.
