Convertida en una máquina incansable de fabricar series en serie, Neflix se atreve incluso con proyectos basados en textos literarios con legiones de seguidores exigentes. Y no unos seguidores cualquiera. Una serie de catastróficas desdichas, novelas firmadas por Lemony Snicket (seudónimo de Daniel Handler) es literatura para los más jóvenes que los adultos pueden consumir sin problemas. Nada convencional y alérgica a cualquier tipo de moralina. Personajes extraños (o abiertamente extravagantes, hay miradas pútridas en abundancia y la maldad acampa a lo ancho y a lo alto, que para eso hay casas enormes), atmósferas cargadas de amenazas, situaciones lóbregas, crueldad moderadamente intolerante.

El punto de partida es muy dickensiano (Violet, Klaus y Sunny Baudelaire son unos pobres huérfanos ricos cuya herencia ambiciona su tutor canalla, el siniestro conde Olaf) pero el tono y las intenciones van por otro camino, como podemos apreciar pronto en esa escena en la que un despiadado cuervo caza a un pajarito y la cámara se encarama por una fachada hasta detenerse en el careto huraño de Olaf, a la sazón un Neil Patrick Harris entusiasmado por la posibilidad de cambiar de apariencia, cuando no de sexualidad. La elección de este actor para semejante personaje agradará a unos y molestará a otros. Lo cierto es que pone todo el empeño del mundo pero le sobra histrionismo a veces y no siempre acierta a inquietar con su sentido del humor tóxico.

Los primeros capítulos, dirigidos por el muy irregular Barry Sonnenfeld ( La familia Adams, Men in black) son notables por el esfuerzo del realizador en que las imágenes no desprendan aroma televisivo y ofrezcan un resultado cinematográfico. Cuando deja de estar tras las cámaras allá por el cuarto capítulo, las serie sufre un bajón considerable aunque manteniendo un nivel medio aceptable con momentos de gran brillantez. Y el contraste es demasiado evidente porque es una serie en la que el argumento importa mucho menos que la forma en la que se desarrolla y la acumulación de pequeños detalles en los que fijarse. Desde la turbia canción de los títulos de crédito (la doblada no, la original) hasta esas imágenes sorprendentes de bebés mordedores pasando por la presencia omnisciente del narrador al que se puede encontrar en los lugares más insospechados pespunteando la acción con comentarios imprevisibles, la serie apuesta en sus mejores instantes por invocar cierto desconcierto en el espectador, y eso bofetadas para dejar claro que esto va en serio o malsanas intenciones de matrimonio del fastidioso conde con la niña.

Entre escenarios decrépitos, reptiles glotones, bebés enjaulados, travestismos y brotes de ironía tiznados de dramatismo, Una serie de catastróficas desdichas es una propuesta distinta en la que las virtudes, aunque vayan decreciendo a medida que avanza, superan ampliamente a sus errores. Esperamos con interés más entregas.