Volvemos a G. O sea, a Gijón. La jueza Mariana de Marco tiene una amiga que se ha ido a vivir a un edificio que rasca los cielos y acaricia el lujo. Se llama Julia Cruz y en su vocabulario caben palabras tan gruesas como "cáscaras". Mariana quiere sorprenderla y se planta en la planta decimoquinta sin avisar. Brindis a la vista. Amigas para siempre. Pero las cosas nunca son previsibles cuando Mariana está en escena. Suena el timbre. Abren la puerta. Un hombre al otro lado. Muerto. Lo peor de todo: asesinado. O sea parece sugerir el cuchillo clavado en su espalda.

"A la altura del omóplato izquierdo, en el lugar del corazón".

Se llamaba Hernán Caldera, muy apropiado porque su trágico final va a poner a hervir la acción. A la jueza la persiguen los problemas. Los casos que hay que resolver. Revolviendo donde sea. Incluso, si es necesario, en toda una comunidad de vecinos. Casi nada. Un microcosmos en el que, quizás, habite un asesino. ¿Por dónde pueden ir los tiros? Veamos. Caldera poseía una réplica de un cuadro no catalogado de Monet, maestro del impresionismo. ¿Es una pista? Es una vía de investigación, al menos. Por si no tuviera bastante con el lío criminal, a Mariana le llega otro motivo de (pre)ocupación: la vuelta de Javier Goitia tras una escapada laboral. ¿Quién es Javier? Su novio. ¿Y qué le pasa a Javier? Que es periodista. O sea, que le gusta meterse donde no le llaman. Olfatear. Rastrear. Resolver.

Sepamos algo más de Mariana en boca de su amiga: "Ahora con Javier, mucha autoestima, pero recuerda tus angustias anteriores, la soledad, la incomprensión, el hartazgo de los ligues con chuloputas... Quién te ha visto y quién te ve, corazón mío; pero a todo cerdo le llega su San Martín".

-Te dije que no te trajeras el trabajo a casa, reprocha con humor negro Cruz a la cara de Mariana. El humor no falta en la novela de Guelbenzu, y encaja muy bien en la atmósfera perfectamente capt(ur)ada de Gijón. José María Guelbenzu (J.M. cuando escribe en negro, aunque le sienta mejor la etiqueta policiaca, por qué no pensar en Simenon) cumple ya ocho novelas con la jueza de Marco, intuitiva y con un punto de temeridad que, lejos de debilitarla, la fortalece.

Al autor no le interesa tanto construir una pieza de suspense con sorpresas y quiebros que descoloquen al lector como crear una trama sólida de tensión estable y equilibrio entre las formas (precisas, tiznadas de ironía en muchos momentos, ocasionalmente acogedoras con algún brote sentimental, observadoras antes que realistas) y el fondo, donde no faltan acer(t)adas reflexiones sobre la condición humana y, de paso, agudas miradas a los graves problemas de una sociedad gangrenada. Todo ello, además, condimentado con diálogos que aportan datos sin rellenos innecesarios y pinceladas (impresionistas) sobre la personalidad de su protagonista, a la que es imposible, ocho novelas y tantos sucesos después, no considerarla una buena amiga. Que sabe serlo, además: pregúntenle a Julia.