En el campo de concentración de Theresienstadt, en la localidad polaca de Terezín, la música fue capaz de vencer al miedo, al horror. En aquel enclave, los nazis recluyeron a los mejores artistas e intelectuales judíos, a una élite cultural que desde aquel guetto iluminó la barbarie que les rodeaba con creaciones memorables.

El escritor barcelonés Xavier Güell recupera la historia de los músicos recluidos en Terezín en su nueva novela, "Los prisioneros del paraíso". Un libro que presenta esta tarde, a las 19.00 horas, en la librería Cervantes de Oviedo.

"Los prisioneros del paraíso" es la segunda novela de Güell, que tiene una dilatada trayectoria previa como director de orquesta y productor musical. En su primera novela, "La música de la memoria", Güell recreó las memorias en primera persona de grandes compositores como Beethoven o Mahler, en un volumen que cosechó un éxito notable tras su publicación, dos años atrás.

"Mi primera novela tuvo mucho éxito: sacamos tres ediciones. Así que nos planteamos hacer una segunda parte, que abarcase el siglo XX. Dentro de ese libro, yo quería dedicar un capítulo a la música del Holocausto, porque conocía la historia de Terezín y quería contarla. Quería empezar con ella, de hecho, así que escribí cincuenta páginas y se las entregué a mi editor, Joan Tarrida. Cuando estábamos revisando el texto, nos dimos cuenta de que había material para desarrollar una novela larga", explica Güell, en conversación con LA NUEVA ESPAÑA.

Para afrontar la escritura de la novela, Güell tuvo que vender el problema de la escasez de fuentes relativas al campo de Terezín, algo inaudito ante el calibre de los artistas y pensadores allí retenidos. "En ese campo estaban cuatro de los más grandes músicos europeos: Gideon Klein, Pavel Haas, Viktor Ullmann y Hans Krasa. Y también había cineastas como Kurt Gerron o artistas plásticos como Peter Kien", explica el escritor, que se desplazó a Polonia junto a su agente para conocer, de primera mano, ese enclave y bucear en los archivos locales.

"El ambiente que tuvieron que soportar era opresivo, lacerante. En Terezín morían cada semana entre 100 y 150 personas por hambre, y salía un tren con un mínimo de 1.000 prisioneros en dirección a Auschwitz y otros campos de exterminio. Por Terezín pasaron 145.000 prisioneros de los que poco más de 20.000 llegaron vivos al final de la guerra. En Terezín todo estaba prohibido, pero a la vez fue el centro artístico más importante de Europa durante los últimos años de la guerra", relata Güell.

Esta paradoja se debió a la confluencia de los talentos allí retenidos con el interés de los nazis por presentar el campo como un centro de reclusión modélico cara a la opinión pública internacional. "Quisieron hacer del campo una gran farsa, un gran teatro para mostrarse más humanos ante la opinión pública, lo que propició que en Terezín llegasen a realizarse entre cuatro y cinco eventos culturales al día", sostiene Güell.

Además del retrato de ese paradójico entorno, opresivo y culturalmente estimulante a un tiempo, Güell inserta en "Los prisioneros del paraíso" un personaje de su propia creación, que aporta ricos matices al relato: Elisabeth von Leuenberg, una prominente científica nazi que admira a Hans Krasa.

Elisabeth, y con ella el lector, descubrirá en Terezín la dimensión del horror nazi, pero también la fuerza de la dignidad y del amor. "Estos artistas e intelectuales pudieron soportar dificilísimas circunstancias, con una calidad humana y una fortaleza interior extraordinarias. Sabían bien que la esperanza no se acaba hasta que se acaba el amor. Y en Terezín había un sentimiento de amor y de fraternidad extraordinarios entre todos los prisioneros", concluye Güell.