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Oviedo, siglo IX: ¿hechuras de ciudad?

La erección del obispado no determinó la fundación de la urbe, pues el prelado llega cuando existe una congregación capaz de sostenerlo

Oviedo, siglo IX: ¿hechuras de ciudad?

En los días 16, 17 y 18 de abril LA NUEVA ESPAÑA publicó tres entregas sucesivas bajo la firma de Javier Rodríguez Muñoz, cuyo objetivo declarado es contradecir el amplio artículo-entrevista firmado por Eduardo Lagar el día 29 de enero, que daba a conocer sintéticamente nuestro artículo "El origen de Oviedo", publicado en el Anejos 3 de Nailos, Estudios interdisciplinares de arqueología (2016), pp. 31-119 (http://nailos.org/anejo-3-2016-art2/). El objetivo patente, tras una lectura objetiva de estos textos, se revela meridiano: no es sólo una pretendida refutación de nuestro trabajo, al que se cita de modo muy marginal e incompleto, sino una pretendida contradicción pública a algunas de las tesis sobre la materia que uno de nosotros (César García de Castro Valdés) viene sosteniendo desde 1995. Tal es así que R. Muñoz se ocupa de cuestiones ni siquiera aludidas en el referido artículo, lo que confirma que no es éste el que le mueve a pronunciarse, sino una completa trayectoria investigadora, publicada en medios y condiciones académicamente homologados. En consecuencia y buen hacer, la crítica de R. Muñoz debería haberse encauzado hacia medios académicamente contrastados y equiparables, y no ejercerse a través de la prensa diaria, que no es el foro para la discusión de los pormenores filológicos, diplomáticos o arqueológicos que sustentan nuestras afirmaciones. Habida cuenta, sin embargo, de que éste el medio del que dispone, por una u otra razón, nos vemos obligados a responder, advirtiendo de antemano que no acudiremos a discutir los detalles técnicos de sus escritos, por considerar que debe presentarlos en un medio científico para su debida valoración y refutación, en su caso.

El autor ya ha venido ocupándose en anteriores ocasiones por extenso en medios divulgativos de las tesis criticadas. Recordamos, entre otros, la serie de fascículos publicada por LA NUEVA ESPAÑA bajo el título "La Monarquía asturiana". Estas últimas entregas reiteran lo ya publicado, sin que entendamos muy bien su sentido actual. Nos parece, por ello, que nos encontramos ante una indisimulada aversión, que aprovecha cualquier ocasión que se le presenta para erigirse en paladín de una caduca y obsoleta visión del origen de la ciudad, lastrada por todos los vicios metodológicos e ideológicos que denunciamos precisamente en la introducción de nuestro trabajo.

Se suma a ello una serie de defectos que podemos sintetizar en lo siguiente: incomprensión absoluta de la línea de razonamiento; tergiversaciones u omisiones malintencionadas; presentación como patrimonio historiográfico común de inferencias y tesis nuestras, que han contribuido a desmontar el armazón endeble de la visión tradicional, y que se incorporan a la suya sin advertir las contradicciones que tal acto conlleva.

Respecto al primero de los defectos, hemos de decir que nosotros somos los que defendemos la fundación regia a cargo de Fruela I (757-768) de un único establecimiento de índole eclesiástica en el solar primitivo de Oviedo, frente a la tesis tradicional que sostiene que la tradición de San Vicente y la de la catedral responden a acciones independientes.

Como ya hemos señalado hace muchos años (1999), es manifiestamente imposible que una supuesta ocupación de tierras sin dueño (el legendario origen de San Vicente) coincida espacial y temporalmente con la fundación de un rey, por tosca que sea la cualificación regia de este personaje. Nadie se ubica pared con pared con el solar de un rey, proclamando además que el terreno carecía de dueño. Perogrullo no habría argumentado mejor. No, como ya hemos reiterado, la fundación es única, porque no pudo haber sido de otra manera. Es curioso que veamos ahora en la pluma de R. Muñoz un texto de parecido tenor (16 de abril de 2017), aunque con el defecto de la incomprensión del verdadero proceso histórico. Las instituciones que con el tiempo surgirán de la fundación inicial serán tres, cada una a su ritmo, que no conocemos con exactitud dadas las pérdidas documentales, pero que se integran con plena coherencia en el proceso de ámbito europeo de los siglos VIII al XI.

En efecto, las únicas instituciones capaces en los siglos VII al IX de garantizar competencia administrativa de índole social y territorial son los monasterios. Todos los poderes públicos, en la medida en que se pueda hablar de ello en estos tiempos, recurren sin excepción a ellos. A estas instituciones, y a sus integrantes, comprendidos en toda Europa bajo la genérica denominación de congregatio, pertenecen los diversos géneros clericales de los que se sirven los monarcas para vertebrar su dominio y materializar el ejercicio del poder. En algunos de ellos, la erección de un obispado los transformará en cabezas de diócesis; en otros, no se alcanzará este desarrollo y su destino abocará a muy diversos finales, según acojan o no las reformas institucionales y reglares que suponen el fin de la Alta Edad Media.

R. Muñoz otorga a la fecha de aparición del primer obispo una importancia decisiva para desacreditar nuestra tesis del impulso a cargo de Fruela I, impulso que paradójicamente, parece asumir, acusándonos de ignorancia documental. Nueva prueba de la limitación de su comprensión: la erección del obispado, que hace ya muchos años (1999) vinculamos, por vez primera a la fecha de consagración de la catedral -que suponemos posiblemente acaecida en 821-, no determinó la fundación del establecimiento primitivo de Oviedo. El obispado llega a Oviedo cuando ya existen una congregación y una base socioeconómica susceptibles de sostenerlo. El clero asistente al obispo será el embrión del futuro cabildo, pero todos los integrantes, monjes, monjas, sacerdotes o legos, de esta institución están vinculados litúrgicamente a la catedral. Su desmembración llegará con el tiempo, adquiriendo independencia recíproca cada una de las tres instituciones que la sucedan: San Vicente, San Pelayo y el cabildo catedralicio de San Salvador. Sabemos que en la segunda mitad del X el proceso ya ha tenido lugar.

En otro orden de cosas, R. Muñoz defiende la importancia de los supuestos antecedentes romanos para el acto fundacional de Oviedo. Si hubiera leído con detenimiento nuestro artículo en LA NUEVA ESPAÑA (de 12 de febrero de 2017), habría advertido que damos por segura la frecuentación del futuro solar de Oviedo en época romana. Lo que negamos es que el rango de esa frecuentación haya alcanzado categoría suficiente como para determinar el futuro asentamiento del VIII. Es propia de aficionados a la Historia la carencia de dimensión temporal retrospectiva: cuanto más se alejan los siglos del presente, más mengua su contenido. Lo cierto es que desde el siglo IV, fecha del uso de la necrópolis de Paredes (Siero) y de la última fase de ocupación del edificio de Paraxuga (Oviedo) a los tiempos de Fruela I, en la segunda mitad del siglo VIII, median cuatrocientos años, los mismos que nos separan del reinado de Felipe III (1598-1621), ni más ni menos. Y a lo largo de cuatrocientos años suceden muchas cosas, tienen lugar muchas ruinas y muchas desapariciones, entre otros procesos históricos.

Por otro lado, definimos el ámbito espacial de Oviedo ocupándonos de la toponimia en un radio de unos 4 km. aproximadamente, y con ello ya somos generosos a la hora de buscar soporte territorial para el origen de la ciudad. En relación con esta cuestión, sorprende la ciencia toponímica de R. Muñoz. La reducción etimológica de Priorio a praetorium habrá hecho las delicias del gremio de filólogos. No le vamos a indicar dónde debe solucionar su ignorancia, que para eso es licenciado y debe procurarse los instrumentos para ello. No obstante, nos gustaría que explicara la relación causa-efecto que un imposible praetorium romano en Priorio, a más de 7 km. en línea de aire del núcleo de Oviedo, podría haber tenido respecto a la configuración urbana de esta ciudad.

Peca asimismo de voluntarismo la valoración del conjunto material de época romana procedente del casco histórico, cuya irrelevancia R. Muñoz atribuye a seculares arrasamientos de los horizontes de ocupación vinculados a este periodo. Conocemos de primera mano el alcance de estos procesos erosivos, hemos contribuido sustancialmente a definirlos, y podemos asegurar que resulta inverosímil afirmar que pudieran haber provocado la desaparición absoluta de todo resto material relacionable con un hábitat de carácter urbano, con excepción de la fuente de La Rúa, para la que R. Muñoz pasa por alto nuestro rechazo a otorgarle rango monumental (pp. 48-49).

A ella se suman unas piezas muebles de cronología dispar y calidad excepcional. Cuestiona R. Muñoz que se trate de material de acarreo, pese a que constituye una evidencia la reutilización de capiteles y otras piezas arquitectónicas romanas en construcciones altomedievales de la ciudad y su entorno inmediato (Cámara Santa, Lillo, San Tirso, Santullano), mientras que es absoluta por el momento la ausencia de este tipo de material en los yacimientos de inequívoca cronología romana excavados en la región.

Tratamiento aparte merece la lauda de Ithacio, a la que R. Muñoz dedica una mención que, de forma consciente o inconsciente, falsea el planteamiento que defendemos: si hubiera prestado la atención debida a nuestro artículo (p. 54) habría tomado nota de que en el mismo señalamos que no se alude a esta pieza en la descripción minuciosa del panteón catedralicio a cargo del obispo Pelayo. En consecuencia, su llegada desde el Alentejo portugués o la Extremadura española -entorno en el que está más que constatada en tiempos tardoantiguos la existencia de un contexto socioeconómico capaz de producir piezas de semejante calidad- no implica de ningún modo conflicto con la ocupación musulmana, dado que se produjo en una fecha que hay que insertar en el amplio arco temporal comprendido entre el final del obispado de Pelayo (1130) y el viaje de Ambrosio de Morales (1572), en cuya relación se certifica por primera vez su presencia en la ciudad. Tampoco parece darse cuenta R. Muñoz de la vaguedad en la que incurre su genérica alusión a la paz imperante bajo el "dominio romano", época de la importación de la pieza, a su juicio. No, al filo del 500, cuando se labra la lauda, no hay en Hispania ni dominio romano ni paz, genéricamente hablando, ni quedan restos del hábitat señorial tardorromano en grandes villae.

Continúa el autor acusándonos de no conocer y malinterpretar el subsuelo arqueológico de la ciudad, en especial el del costado meridional de la catedral y solar del palacio episcopal. Es curiosa la afirmación, porque precisamente fuimos los dos los responsables de excavar y reexcavar ambos solares y no recordamos una visita de R. Muñoz durante nuestras largas campañas de actividad arqueológica allí desarrolladas. Es precisamente esta actividad la que nos ha permitido integrar sus datos y reinterpretar una realidad arqueológica absolutamente incomprendida hasta la fecha. La documentación de la que disponemos, que publicamos y explicamos sintéticamente en nuestro trabajo de 2016 (pp. 67-83 y figs. 15 y 28), es el fundamento de nuestra interpretación, radicalmente novedosa respecto a las insostenibles reconstrucciones basadas en la muy deficiente documentación publicada de las excavaciones de los años 1939-46, que R. Muñoz insiste -inexplicablemente- en defender. Lo cierto, sin embargo, es que son estas últimas lecturas las que pasan por alto la realidad arqueológica, al atender -y malinterpretar- tan solo los restos inmediatos a la nave Sur de la catedral gótica, obviando de forma flagrante el resto de un gran conjunto que se expande sin solución de continuidad bajo el palacio episcopal y el claustro catedralicio. Para tomar conciencia del alcance de esta realidad basta con cotejar lo abarcado por la propuesta de alzado de un imaginario e imposible palacio de Alfonso II, que tan honda repercusión ha tenido en la historiografía regional, con la planimetría de las excavaciones que sus responsables incluyeron en la misma publicación.

El problema radica en que es preciso adquirir cierta competencia profesional para enfrentarse al análisis e interpretación de esas estructuras, y tal competencia no está al alcance de cualquiera en esta ciudad, como acredita desde hace decenios la secuencia de publicaciones -académicas y populares- sobre el tema. No es nuestra intención proseguir en esta línea argumental, pero no queremos dejar de advertir que la relación estratigráfica entre la llamada Torre de San Miguel y la Cripta de Santa Leocadia es exactamente la inversa a la descrita por R. Muñoz en su artículo de 17 de abril. En el mismo lugar se refiere el autor a las antiguas carboneras de la catedral, edificio que excavamos en 1998, y que parece considerar prerrománico, al constatar que "tampoco está mencionado en las crónicas". ¡Ay, la incompetencia! No está mencionado porque no es del IX, sino de fines del XV o de inicios del XVI, y su construcción supuso precisamente la definitiva amortización de estructuras altomedievales, como podría haber deducido si hubiera aplicado a su examen la razón arqueológica. R. Muñoz carece igualmente de una práctica profesional adquirida en materia de diplomática medieval: interpreta las fórmulas de scriptorium, notariado o cancillería como reflejo directo de la realidad material, Dios le conserve la inocencia?

R. Muñoz insiste en atribuirnos desconocimiento de los datos históricos más elementales sobre la ocupación funeraria de espacios eclesiásticos, en concreto el canon XVII del I Concilio Bracarense (561) sobre la prohibición de enterramiento en sagrado. No, no lo desconocemos, y en otro lugar (2012), ignorado para el autor, ya expusimos y valoramos la aplicación del mismo en la Asturias altomedieval. Lo cierto es que R. Muñoz no parece darse cuenta de que es el mismo Alfonso II quien establece un panteón con pretensiones dinásticas retrospectivas -al parecer- en la basílica secundaria del complejo catedralicio, acto de mucha mayor relevancia a efectos canónico-eclesiásticos que la preparación de un panteón episcopal en la cripta de santa Leocadia, edificio de mucha menor trascendencia litúrgica y destinado al uso episcopal desde su inicio. El contexto europeo (Renania, Lombardía) de fines del IX-inicios del X hace plausible el fenómeno de la Cámara Santa.

Igualmente, nos ha sorprendido a este propósito que R. Muñoz asuma (artículos de 17 y 18 de abril) como hecho establecido y comúnmente admitido la diferencia entre el palacio del Sur de la catedral y el de Santullano. Efectivamente, la diferencia es real, pero tiene propiedad intelectual. Hemos sido nosotros los que la hemos establecido, contra viento y marea (1999, 2008), circunstancia que obvia R. Muñoz con mala fe. Nos alegramos de que se una a la tesis pero queremos que conste en foro público la paternidad de las ideas. Constituye un sinsentido atribuir al mismo residente y propietario (Alfonso II) ambos conjuntos, distantes no llega a 800 m el uno del otro, y con funciones completamente diferentes.

En un posterior trabajo desarrollaremos el análisis arqueográfico-diacrónico del complejo residencial situado al sur de la catedral, para lo que esperamos poder financiar alguna vez dataciones radiocarbónicas de las muestras que recogimos para ello. Así podremos conferir contenido cronológico absoluto a la estratigrafía relativa ya establecida. En todo caso, una simple comparación con el panorama europeo coetáneo nos permite concluir que las viviendas de los obispos se sitúan sin excepción inmediatas a las catedrales. Nuevamente es una deducción de Perogrullo, personaje a cuya inapelable lógica acudimos para resolver los problemas que se le suscitan a R. Muñoz.

En último lugar, una recomendación: R. Muñoz debe leer y asimilar algo sobre urbanismo altomedieval europeo, sobre yacimientos italianos, británicos, franceses, alemanes, austriacos, belgas, checos, holandeses, así como sobre el urbanismo andalusí. También sobre complejos catedrales, crítica documental, sobre la validez de las fórmulas cancillerescas, sobre metodología arqueológica y sobre muchos otros aspectos que constituyen el bagaje profesional de un historiador. Cuando lo haga, quizás se dé cuenta de por dónde van los tiros y en qué consiste eso de tener "hechuras de ciudad". Muchas gracias por su atención.

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