Visto lo visto, a Ewan McGregor le hubiera ido mejor no ser tan ambicioso en su debut como director y empezar por misiones que no sean imposibles. Adaptar una de las mejores novelas del gran Philip Roth sería tarea ardua e intimidante para cualquier cineasta de envergadura. La decisión de McGregor no es muestra de valor sino de temeridad: y sale trasquilado. En primer lugar, por darse a sí mismo el papel protagonista. McGregor puede ser un actor eficaz en cierto tipo de papepes pero el del Sueco, que representa ni más ni menos que la demolición del sueño americano de la forma más cruel y devastadora, le queda muy grande. Como ocurriera con Ben Affleck en Vivir de noche, él solo arruina gran parte de la película porque en pocos momentos resulta creíble y conmovedor.

Funciona, sí, cuando muestra al principio a ese hombre instalado en un mundo feliz que disfruta de su trabajo, tiene un hogar perfecto y cree en la bondad natural del ser humano. Ahí, las sonrisas encantadoras del actor encajan bien, e incluso funciona en una de las mejores escenas de la película, cuando su hija preadolescente le pide que la bese como besa a mamá, sumiéndolo en un desconcierto preagónico.

Cuando empiezan a caerle cascotes encima por las acciones peligrosas de su hija, ni él ni Jennifer Connelly encuentran la forma de dar a sus personajes la autenticidad que exige semejante erupción dramática. Ella tiene la disculpa de que su papel está muy mal escrito y está lleno de carencias, como si hubiera sido aligerado en el montaje.

Si a esas lagunas interpretativas sumamos una dirección plana e hipotensa, el resultado no puede ser más decepcionante y no permite abrigar grandes esperanzas sobre McGregor como director, salvo que (perdona la confianza, Ewan) busque proyectos más humildes para foguearse. Salvemos de la quema a una Dakota Fanning que sí muestra una acertada mezcla de dolor, patetismo, ira, odio y desamparo, y la hermosa (y tristísima) escena final.