La sinopsis de Gypsy hace temer lo peor: Jean Holloway es una terapeuta que se mete en líos por meter las narices en relaciones íntimas y peligrosas con personas a de las que tiene conocimiento por las confesiones que sus pacientes le hacen en la consulta. Los créditos hacen crecer la desconfianza porque una de las directoras del tinglado es Sam Taylor-Johnson, responsable de aquel horror con estética de anuncio de colonia que fue Cincuenta sombras de Grey. Pero...

La protagonista es Naomi Watts. Una buena actriz que no siempre acierta en sus elecciones pero que tampoco tiene títulos de los que avergonzarse. Y la acompaña Billy Crudup, uno de esos intérpretes sobrios y sólidos que son capaces de sacar adelante cualquier tipo de papeles. Y lo cierto es que funcionan como pareja: un matrimonio con buena química que aún tiene arrebatos de pasión y mantiene agudas conversaciones que parecen descartar tentaciones extraconyugales. De hecho, sus escenas son siempre lo mejor de la serie con diferencia, y cuanto más avanza la historia y más crudo se vuelve el asunto, mayor fuerza tienen sus encuentros y desencuentros. El mejor momento: cuando ella cambia la contraseña de su móvil y no se la quiere dar a él. ¿No huele a cuerno quemado?

Lo malo es que el resto no vale la pena. Hay dos campos minados. Por un lado, las escenas de la terapeuta con sus pacientes (pocos, o cobra mucho o no tiene mucho éxito profesional, lo que parece bastante lógico si tenemos en cuenta su escasa ética) son escasamente creíbles y tienen una única función de echar gasolina al fuego de la curiosidad malsana. Del morbo, vaya, porque Gypsy juega descaradamente cartas marcadas que nos conocemos de memoria: matrimonio aparentemente feliz pero con grietas lógicas por el paso del tiempo y en el que una de las partes es más vulnerable a la excitación de las pieles ajenas. En este caso, ella, porque el marido, aunque tiene a una atractiva ayudante muy cerca que le pone ligeramente nervioso, es obstinadamente fiel aunque viajen juntos por asuntos profesionales y terminen bañándose en una piscina y acostados con roce pero sin goce.

La segunda zona errónea es, precisamente, la que da sentido prioritario a la serie: el erotismo. Descafeinado, no: lo siguiente. Se fabrica a partir de un personaje exótico, conflictivo y cargado de ambigüedades de todo tipo (la sexual incluida, por supuesto) que pone a prueba la resistencia de una mujer madura que viven en una zona de confort que, visto lo que se desviste, la aburre. Y necesita experiencias fuertes, y qué mejor para ello que buscarlas en el entorno de sus pacientes. "La necesidad de escaparme, de liberarme..." De planteamientos convencionales y soluciones remilgadas, Gypsy se muestra sorprendentemente recatada en la plasmación de esos amores arriesgados (y eso que produce Netflix y Watts no es una actriz que le haga ascos a las escenas "fuertes"), se vuelve confusa y absurda en sus últimos capítulos (parece coquetear con el "thriller" sin decidiese a apostar por esa variante, que quizá hubiera dado algo más brío si los guiones se desmelenaran), dando a los protagonistas unas salidas muy poco convincentes y contradictorias, como si los guionistas hubieran reñido.