La irrupción del personaje de Mark Wahlberg es poco heroica: echa una puerta abajo y se machaca la rodilla. Cojera física y también profesional porque es un policía en horas bajas que se verá empujado a vivir en la calle unas jornadas donde el horror y el coraje convivirán con duras penas. Día de patriotas pisa tres campos narrativos de distinto signo e irregular resultado. De interés decreciente. La parte más destacable es, como cabía esperar, la dedicada a narrar el atentado durante la maratón de Boston que mató a tres personas y dejó más de doscientos heridos. Rodada con inevitable estilo de documental (cámaras por los suelos, imágenes borrosas y desenfocadas, gritos y sollozos fuera de campo), esos momentos en los que la locura se desata en las calles tras la acción terrorista de dos desalmados tienen indudable fuerza, aunque, todo sea dicho, no alcanzan la maestría que caracteriza a un Paul Greengrass.
Después, el guión se desentiende de los tímidos intentos por dibujar a unos terroristas alejados del estereotipo para convertirlos en unos fugitivos al uso que dan pie a un thriller al uso con una investigación contra reloj en la que se fuerza la intervención de la estrella Wahlberg y en la que las imágenes grabadas desde cámaras de seguridad son decisivas. Un asesinato a sangre fría donde el ejecutor muestra una pavorosa torpeza y un secuestro preceden al gran tiroteo (que se salta a la torera los hechos reales) en el que hay tiempo para inesperados brotes de humor negro, como ese vecino que tira un martillo a los policías para "armarlos", la irrupción de J.K. Simmons pegando tiros sin inmutarse o el casi autoparódico "tengo que dejar de fumar" del agente decrépito. Y hay un tercer acto de claro aroma propagandístico e incuestionable emotividad con testimonios reales en los que se apela al patriotismo, se vitorea la solidaridad y se ensalza el coraje de las fuerzas del orden, y que lleva la película a unos excesivos 130 minutos.
