Después de ver el capítulo ocho de Twin Peaks es inevitable sospechar que David Lynch aceptó estirar su serie una temporada más solo para meter en ella uno de los capítulos más endiabladamente transgresores de la historia de las series. Un episodio que entronca directamente con las películas más crípticas de Lynch y que ha tenido una ferviente respuesta de entusiasmo y admiración entre los devotos lynchianos. Los que no entran en su universo seguramente se quedaron en la cuneta ya en el primer capítulo, casi un ejercicio de transparencia y sencillez si se compara con el octavo. Normal que la novena y décima entrega sean, por comparación, convencionales y demasiado luminosas y explicativas.

¿Podría entenderse la tercera temporada de Twin Peaks sin este octavo capítulo ya mítico? No lo sé y qué importa. Como probable testamento audiovisual de su autor es un resumen perfecto de muchas de sus obsesiones, a las que nadie en su sano juicio intenta dar una explicación razonable porque sería clavar un puñal realista en la espalda onírica del cineasta. Aquí, poeta también. Debo confesar y confieso que los siete episodios anteriores no me dejaron huella, y que a partir del cuarto asomó el hocico un incipiente aburrimiento ante la repetición de fórmulas y hormas demasiado previsibles y, por momentos, contaminadas por un narcisismo caprichoso y estéril.

Pero este maldito capítulo ocho es de los que se grapan a la memoria desde que empieza y hasta que termina: la mejor película de terror de los últimos tiempos, habitada por espectros de carbón, nieblas errantes, carreteras endemoniadas, resucitados sangrientos y atónitos, conciertos rabiosos, gasolineras fantasmales, hongos nucleares que envenenan Nuevo Méjico, viajes lisérgicos que honran la odisea espacial de Kubrick pero aquí por los circuitos interestelares del mal, vagabundos que destruyen cabezas borradoras, hombres que levitan con miradas que proyectan universos donde habita el rostro de alguien que ¿da? sentido a la serie, insectos que se cuelan por bocas virginales... Y edificios extraños de entrañas negras y emisoras de radio donde se gangrena el miedo y la desesperación.

¿Se entiende algo?

Los muy lynchianos seguramente encontrarán huellas, pistas, referencias, guiños y ecos de otras obras de Lynch, y les divertirá mucho hacerlo. Los que mantenemos cierta distancia de seguridad con un artista capaz de grandes logros pero también responsable de supercherías con las que epatar a la galería encontramos en este capítulo material más que suficiente para disfrutar de una pieza de videoarte en el que las costuras de la realidad saltan en pedazos para dejar entrar en las imágenes un torrente inagotable de propuestas inesperadas en las que el sonido y la imagen arrancan la piel de la pantalla a tiras. Sin aflojar. Obra sin sentido que apela a los sentidos sin domesticar, el episodio octavo de Twin Peaks inquieta, revuelve, hostiga y apabulla al espectador. Qué inolvidable malestar.