Los misterios del éxito editorial son inescrutables. Novelas que aúnan entretenimiento y alta calidad no logran el reconocimiento de ventas que merecen y otras inferiores en ambos apartados se convierten en bombazos mundiales que inundan estanterías y se convierten en regalo socorrido. Y no siempre es la promoción lo que diferencia unas de otras porque hay títulos con un amplio respaldo que no tienen la misma acogida después que otras empujadas por el boca a oreja.

Paula Hawkins, autora desconocida al principio que solo tenía en su carrera títulos romanticones escritos con seudónimo y que pasaron sin pena ni gloria, logró que su "thriller" La chica del tren fuera sobre raíles de alta velocidad y se convirtiera en "el libro que hay que leer" para divertirse sumándose a la larga cola de compradores que visitan las librerías en busca de páginas que, faja mediante, garanticen lecturas que se devoran, adictivas y blablablá. Lo cierto es que era una novela hábil y correcta que manejaba los ingredientes de la intriga con astucia pero sin la brillantez psicológica y lac complejidad argumental de, pongamos por caso, Perdida. Títulos superiores se publican todos los años y no tienen tanta aceptación. No se convierten en fenómenos de ventas ni se apilan en montañas en los puestos de privilegio de los locales.

¿Casualidad? La autora, consciente de que éxitos así no responden solo a una fórmula de acceso fácil (si existiera, los editores de "best sellers" tendrían mucho camino andado), comprendió que su segunda novela no podía seguir los mismos pasos. Y eso la honra. Tras ese éxito abrumador, apoyado por una flojísima adaptación cinematográfica que se fijaba en los puntos más débiles del relato y se olvidaba de los más sólidos, la escritora, nacida en Zimbabue y vecina de Londres, se enfrentó al reto descomunal de dar un nuevo paso sabiendo que las cifras de su primera criatura (veinte millones de ejemplares vendidos y traducida a cuarenta idiomas) eran inalcanzables.

Y el resultado es Escrito en el agua, una obra en la que Hawkins opta por un embalaje coral más amplio (de tres voces a una decena) que, al principio, puede desorientar a los lectores, máxime cuando unos personajes se expresan en primera y otros en tercera. No es un problema importante: los capítulos son cortos y pronto se ordenan las piezas sobre el tablero de la desconfianza.

Lo que emparenta a la novela con La chica del tren es su insistencia en sacar a la luz las sombras más ocultas del ser humanos. Vamos, que hay mentiras, engaños, distorsiones, falsedades y secretos para parar un tren. Nunca peor dicho. Culpas y dolor.

Lo que importa es tener al lector con la mosca detrás de la oreja el mayor tiempo posible: ¿me estarán contando la verdad? Las pistas, claro, no aclaran nada. Más bien siembran la confusión para que cualquier cosa pueda suceder. Hawkins muestra más ambición en todos los sentidos (lo que tal vez decepcione a los lectores que busquen tramas más lineales y simples) y el dibujo de los personajes es más preciso y complejo. Consecuencia: da más juego a la hora de ir creando teorías propias sobre lo que va a pasar al final. Y hay que conceder a la autora que logra un desenlace bien fraguado y con un aceptable brote de sorpresa.