Seguramente fue Agatha Christie la constructora de laberintos criminales que se divirtió más poniendo a prueba la capacidad de los lectores para sorprenderse. Sembraba de pistas falsas (o verdaderas, pero engañosas, el arte del trilero literario) sus narraciones para que cualquier cosa fuera posible. Nadie estaba a salvo de convertirse en criminal aunque fuera a costa de poner a prueba las costuras de la credibilidad. Su longeva obra teatral La ratonera era un buen ejemplo, y seguramente gran parte del éxito se debió al conejo que la escritora se sacaba de la chistera convirtiendo en culpable precisamente al encargado de buscar culpables. Aunque nada comparado a su hallazgo delirante para Asesinato en el Orient Express: todos los sospechosos eran malos. Ahí queda eso. Menuda era Miss Agatha arañando. Otro inglés de intenciones perversas, sir Alfred Hitchock, convirtió su famosa y a veces genial producción televisiva en una búsqueda incesante de finales que el espectador no se esperaba, forzando en ocasiones la maquinaria de la credulidad.

A estas alturas, sorprender al personal con un desenlace inesperado es tarea harto complicada, y no solo porque vivamos en el mundo de los spoilers a granel. Hemos visto ya tantas trampas y tantos trucos (incluso a muertos que no lo saben, ¿verdad, Bruce Willis?) que estamos curados de espantos y a poco que estrujes las neuronas puedes adivinar más o menos el giro de los acontecimientos poniéndote en el lugar de los guionistas.

De ahí que una serie como Room 104 (HBO), una vez superado el interés de ver cómo se las ingenian para mover piezas en un tablero tan pequeño (de espacio y duración), vaya perdiendo fuelle a medida que los finales presuntamente ingeniosos e inesperados se van haciendo más rutinarios y están más traídos por los pelos. Y cuando termina el episodio es inevitable hacerse la pregunta que derriba cualquier serie que se ponga por delante: bueno, vale, ¿y qué?

Por el contrario, The good fight no va de original, pero lo es. No quiere sorprender al espectador, pero lo consigue. Sin un reparto de campanillas, sin grandes historias, sin trampas de guión. Tiene a dos actrices muy distintas y muy sólidas como Rose Leslie y Christine Baranski que hacen creíbles sus personajes en todo momento, los diálogos no encadenan ocurrencias al estilo House sino que son inteligentes y funcionales, la dirección es pulcra sin alardes y los casos, aunque no sean el no va más de la originalidad (en esto de las series de abogados ya hemos visto de todo), tienen fuerza y un equilibrio casi perfecto entre los entresijos de las batallas legales y la trastienda íntima de los personajes.

No hay pretensiones de mejorar a la notable matriz, The good wife, aunque en algunos momentos la supere, más que nada porque aporta una frescura que se había ido perdiendo en el primer caso. Sin prisas ni pausas, con sencillez y una sagacidad brillante en el dibujo y la evolución de los seres humanos que pueblan las historias, The good fight se hace querer y te deja con ganas de más sin cartas marcadas ni soluciones embaucadoras.