La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El espía que surgió del río

Más que una jugada maestra, el primer Kingsman fue una muestra de jugarreta casi perfecta: sustituir la flema del espionaje británica por un salivazo de burbujas de pasta macarra. Y usando como escenario de partida una sastrería de Londres: un símbolo de buen gusto al servicio de su majestad la reina cutre. Porque Matthew Vaughn, que después del muy potente policiaco Layer Cake (con Daniel Bond Craig, qué curioso) y la olvidable Stardust, había sentado sus posaderas sobre el WC de los desechos en Kick-Ass para reconvertir un género degenerado en algo fresquito y espumoso (y ligero e intrascendente, vale), no pretendía subirse al carro de los Bond camuflados sino reventarle las ruedas y tirarlo por el precipicio con una sonrisa un pelín sádica. ¿Una cinta de espías en la que los malos tienen más neuronas que los buenos y los héroes no tienen asegurado salir con vida de los entuertos? Oh, sí.

Al hombre que hizo la mejor película de los X-Men (y quizá de toda la avalancha de superhéroes, aunque esto ya tendría que meditarlo con más calma) no le tembló el pulso a la hora de desmomificar estereotipos y gamberrear con un presupuesto mareante, un reparto robusto y unas ganas locas (loquísimas) de divertir al personal con su personalísima manera de romper moldes. Bien por aquel Kingsman del que he olvidado sus fallos, que los tenía y alguno gordo.

Incumpliendo su norma de no rodar secuelas, lo que debemos entenderlo como una debilidad por su criatura más que una urgencia de cocinar pasta gansa con un éxito fácil, Vaughn vuelve a coser un traje a medida de lo desmedido con El círculo de oro, y lo hace de partida con un cambio que parece menor pero no lo es tanto: los 129 minutos de la primera entrega pasan aquí a los 141. Y pesan. Echamos de menos la concisión sin concesiones, el gusto por la velocidad sin atascos, la colocación táctica de momentos cumbre (¿nos vemos en la Iglesia?) que ponían patas arriba la pantalla con la duración y el ritmo exactos. El círculo de oro arranca a todo trapo y si alguien quiere apartar a este director de la primera línea de cineastas con buena mano para jugar a la acción desbocada tendrá que sudar tinta. Escenas claritas en la exposición y también en el hurto de referencias básicas ( Matrix en la distancia) con grandes dosis de humor para hacer llevaderos los disparates (esa persecución de coches con salto acrobático incluido con la puerta abierta) y pasar por el alto el exceso de preproducción digital, el mal nuestro de cada día. Emparentada con astucia con el universo más rudimentario de los norteamericanos por la vía del western (cowboys horteras a más no poder, lazos eléctricos, Winchester implacables, Colt casi mágicos, presidente cafre), El círculo de oro no tiene reparo en fijarse en gominolas explosivas, copiar las escenas de teleférico bondianas, con paracaídas en este caso de barras y estrellas, transformar paraguas y maletines en ridículos objetos letales o rendir homenaje a Nick Furia con parches y cristales oscuros. Con un protagonista de nombre ridículo y una llameante villana como un cencerro ( Julianne Moore, Popsy Miller para los enemigos), tirando de un siempre bienvenido Jeff Bridges y dejando lucirse a los novatos ( Pascal, haciendo lo que le gustaría hacer en Narcos y no le dejan, menudas se las gasta con el lazo), la cinta de Vaughn se permite incluso guiños a clásicos como Encadenados o los espías gafotas de Michael Caine. ¿Resultado? Una película divertida a más no poder? casi siempre, pero que también se pasa de la raya en ocasiones (lo de Elton John es una chorrada) y que con tanto fuego de artificio se pierde a veces en el estruendo dejando una sensación de incipiente fatiga, de qué bonitas palmeras de colores en el cielo que ya hemos visto muchas veces en muchas fiestas patronales. Mejor que una tercera parte, Vaughn debería ser fichado para una de Bond. Seguro que nos lo pasaríamos palomita con ella.

Compartir el artículo

stats