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Internet, la máquina universal del odio

Las redes sociales son un "arma de autodestrucción masiva" que potencia y recompensa la expresión de la ira, linchamientos masivos y polarización social, advierte un estudio de Yale

Internet, la máquina universal del odio

Internet y en especial las redes sociales están encabronando al mundo. Son un arma de destrucción social masiva que inyecta odio a raudales en la vida diaria. Ésta es la advertencia que hace Molly J. Crockett, investigadora de psicología en la Universidad de Yale, en un artículo publicado recientemente en "Nature Human Behaviour".

Crockett ha analizado el sentimiento de ultraje moral, "una emoción poderosa que motiva a las personas a avergonzar y castigar a los malhechores". Así lo define en "Nature". Esa inclinación a la censura puede ser "una fuerza para el bien" en tanto que fomente la cooperación para neutralizar al malhechor. "Pero el castigo también tiene un lado oscuro, puede exacerbar el conflicto, deshumanizando a los demás y aumentando las desavenencias destructivas", apunta la investigadora.

Y ese lado oscuro es lo que fomentan precisamente las nuevas plataformas digitales. Cada día, más de mil millones de personas -subraya Crockett- pasan más de una hora en internet y, en buena medida, lo hacen manifestando sus discrepancias en forma de "rabia on-line". Es una "shitstorm" (literalmente: tormenta de mierda) global que, en los últimos años, "ha costado millones a las empresas, elecciones a los candidatos y carreras profesionales a algunos individuos".

Hay miles de ejemplos. Uno muy conocido, el de Justine Sacco, una consultora de comunicación que al subirse a un vuelo rumbo a África tuiteó un comentario sobre el sida en este continente ("Voy a África. Espero no pillar el sida. Estoy bromeando. ¡Soy blanca!") y al volver a encender el móvil al llegar a su destino se encontró con que se había convertido en el objeto de la ira de millones de personas de todo el planeta. Fue fulminantemente despedida bajo un aplauso global por el ajusticiamiento. Su vida cambió para siempre por la acción de una masa digital enfurecida.

¿Pero qué tienen las redes sociales, el entorno digital, que nos hace sacar a la bestia que llevamos dentro a repartir dentelladas a diestro y siniestro? Crockett cita varios elementos clave. Primero, los medios digitales "inflan los estímulos desencadenantes". La vida virtual, muchísimo más que la vida real, nos expone a numerosos casos que nos invitan a soltar al perro. Y eso es porque la indignación también se ha convertido en una mercancía que da muchos beneficios económicos. "Debido a que las plataformas digitales compiten por nuestra atención para generar ingresos publicitarios, sus algoritmos promueven el contenido que es más probable de ser compartido, independientemente de que beneficie o no a quienes lo comparten o, incluso, de que sea cierto". Y lo que los algoritmos "saben" muy bien es que el ser humano se pirra por compartir el contenido escandaloso. Y cuanto más escandaloso, más se comparte. Y cuanto más se comparte, más indignación y más ingresos publicitarios. Y cuantos más ingresos se necesitan, mayor es la dosis de picante escandaloso que se echa al contenido y más afilados son los anzuelos para que piquemos y hagamos click. Y así hasta el infinito. Ese flujo constante de "clickbait" (anzuelos, ganchos, para hacer click sobre el contenido), advierte Crockett, puede tener varias consecuencias. Por una parte, puede causar una "fatiga de indignación" y, por otra, desatar una escalada de ira que desestabilice nuestra sociedad.

El click es algo que no cuesta nada. Algo fácil. Crockett subraya que expresar la indignación moral en la vida real es algo costoso. Hay que dar la cara. Requiere esfuerzos e, incluso, cantarle las cuarenta al transgresor puede conllevar riesgos físicos para quien lo hace. Y además hay que llegar a encontrarse frente a frente con el malhechor. "Por el contrario la gente puede expresar su indignación por internet con sólo unas pulsaciones de teclas, desde la comodidad de su dormitorio, directamente al malo o a un público más amplio". Y así, baja brutalmente nuestro umbral de mosqueo. Convertirnos en jueces ejecutores no nos cuesta ni un tantito así.

La máquina del odio on-line está diseñada, además, para fomentar y recompensar ese tipo de linchamientos masivos e instantáneos. "Hay una arquitectura estímulo-respuesta-resultado que es muy consistente en todas las situaciones", escribe Crockett. Uno puede indignarse a cualquier hora del día, como el que picotea sin tener hambre. Es algo que no cuesta esfuerzo y, además, siempre va a recoger algunos aplausillos. "En la vida real, aquel que aplica un castigo moralista corre el riesgo de sufrir represalias, pero las redes sociales limitan ese riesgo. Permiten que las personas se clasifiquen en cámaras de eco (los "amigos" de las redes acaban siendo los que piensan como tú), con lo cual la posibilidad de contragolpe es baja cuando sólo estás transmitiendo desaprobación moral a otros que piensan lo mismo que tú", escribe esta investigadora de Yale. "Y además, internet permite que la gente se esconda entre la multitud. Avergonzar a alguien en una calle desierta es mucho más arriesgado que unirse a una multitud de miles de personas en Twitter", añade.

Pero hay más elementos que nos facilitan convertirnos en ogros censores. Se reduce la "angustia empática". En la vida real no resulta agradable tener que enfrentarse a nadie para echarle en cara un comportamiento. En las redes eso está solucionado: "Los ajustes on-line reducen la angustia empática al representar a otras personas como iconos bidimensionales cuyo sufrimiento no es fácilmente visible. Es mucho más fácil avergonzar a un avatar que a alguien cuya cara puedes ver", añade Crockett. El avergonzado nos parece menos humano. Entramos a saco y sin piedad.

Y hay más. Convertirse en un "shamer", en un censor implacable que señala las faltas de los demás, "proporciona recompensas de reputación". En la vida "off-line" sólo se capta la estima de quienes esté asistiendo a ese acto de censura de un mal comportamiento, "pero hacerlo on-line anuncia instantáneamente nuestro personaje a toda nuestra red social y más allá".

Crockett acaba con la ingenua idea de que las redes pueden ser el gran lavadero de asuntos públicos que potencie la blancura de las conductas sociales. Más bien al contrario. Primero, la indignación casi siempre se queda en esas cámaras de eco que forman nuestros amigos, que se indignan con lo mismo que nosotros. Segundo, en la búsqueda del click, al inflar continuamente los hechos de contenido supuestamente escandaloso, "se degrada la capacidad de indignación para distinguir lo verdaderamente atroz de lo meramente desagradable", dice Crockett. Tercero: sólo predicamos, pero no damos trigo. Es decir, se reduce la participación efectiva en las causas sociales. "Las personas son menos propensas a gastar dinero en castigar la injusticia cuando se les da la oportunidad de expresar su indignación a través de mensajes escritos en la web". Todo de boquilla.

Crockett no se traga la idea, mil veces repetida por las grandes multinacionales tecnológicas, de que las redes sociales son simples plataformas neutrales, autopistas para que la gente circule por ellas con sus mensajes, libremente. La carretera conforma el sentido, la velocidad y el estilo de nuestro viaje. Y estas carreteras, estas redes, pueden convertirse en "una herramienta de autodestrucción colectiva", advierte esta investigadora.

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