Desde El árbol de la vida no se había dado una guerra de opiniones tan extrema en lo que a cine rompemoldes se refiere. La película de Malick era presuntuosa y mayormente soporífera pero albergaba grandes momentos por aquí y allá. La de Aronofsky, uno de los mayores blufs del cine actual, es engreída y a menudo cargante en su hueco afán de trascendencia, pero tiene un reparto extraordinario, un arranque prometedor y una cascada de barbaridades al final que la hacen involuntariamente divertida por cómica. Se aconseja al público que antes de entrar en esa casa de los líos sepa bien lo que se va a encontrar para no llamarse a desengaño.

Las obsesiones bíblicas del director son bien conocidas ( La fuente de la edad y la desastrosa Noé no dejan lugar a dudas, pero también el catálogo de trampas de Cisne negro o la calculadamente clásica El luchador tienen muchos vínculos) y aquí se traducen en un machacón y retorcido ejercicio de metáforas finalmente empujado a una especie de Sodoma cinematográfica donde cabe de todo hasta perder la cabeza, el rumbo e incluso el sentido del ridículo. Aronofsky se desmelena en un juego macabro y sin bridas donde solo algunos chispazos de cortocircuito narrativo alumbran algo de talento. Como si de una versión desquiciada de la genial El ángel exterminador buñueliana se tratara, Aronofsky se aparta de lo mastodóntico que le aplastaba en Noé para recluirse entre paredes por las que subirse con una cámara revoltosa adherida al rostro de una Jennifer Lawrence impecable junto a un implacable Javier Bardem (¡y aún hay quien le niega el talento a este actorazo!), con las apariciones estelares de Ed Harris y Michelle Pfeiffer como propina que se agradece. A sus pies.

Y en este juego escrito por su autor en cinco días (o sea, que demos por explicado el poco reposo y el escaso poso del texto, obligadamente resuelto a impulsos y/o ideas sin macerar) los obvios contrastes entre el Creador y la Madre Tierra, entre Caín y Abel o entre Adán y Eva van dando paso a andanadas con balas de fogueo contra los males del mundo moderno hasta desembocar en un caserón sin salida del que se sale irritado pero hasta cierto punto regocijado por la jugarreta de un cineasta especializado en gastar bromas pesadas. Solo que él no lo sabe.