De la corona de laureles de oro creada para la ceremonia de entronización de Napoleón como emperador en la catedral parisiense de Notre Dame solo han sobrevivido dos hojas, ambas con una historia novelesca a sus espaldas que explican sus peripecias para llegar a nuestro días.

Una de ellas se conserva en el museo de Fontainebleau, al sur de París, mientras que la segunda emerge ahora, cuando los descendientes del orfebre que la talló han decidido subastarla en una casa de ventas de esa misma ciudad el próximo 19 de noviembre.

Se trata de un pequeño objeto de 9,2 centímetros y apenas 10 gramos de peso, pero que "atesora buena parte de la grandeza y del carácter aventurero que rodeó la vida del emperador", según explica a Efe el responsable del departamento del Imperio de la casa Osenat, Jean-Christophe Châtaignier, encargado de la venta.

Su valor es "altamente simbólico, porque pertenece a una familia que siempre fue fiel a Napoleón y porque se trata de un objeto de gran valor sentimental e icónico", agrega el experto, que valora la venta entre 100.000 y 150.000 euros, aprovechando el tirón que tiene todo lo relacionado con Bonaparte.

Obsesionado con establecer un vínculo directo con los emperadores romanos, Bonaparte ordenó forjar una corona de laureles de oro, una joya que fue consagrada por el papa.

El encargado de dar forma a la pieza fue el orfebre de cabecera de Napoleón, Martin-Guillaume Biennais, "el único que dio crédito a Napoleón al inicio de su mandato", según Châtaignier, que se ganó así su confianza y que fue también quien confeccionó los otros objetos imperiales, desde el cetro imperial a los adornos de abejas de oro que ornaban su túnica de terciopelo púrpura.

Sabedor de su valor simbólico, el artesano se empleó con particular atención en la confección de la corona de 44 hojas de oro de laurel, de cuyo futuro sabemos a través de una de las herederas del orfebre, que la narró en la revista "Histoire" en los años cincuenta.

Antes de lucirla ante el público, el futuro emperador quiso probársela y, cuando Biennais le tendió la corona, Napoleón alabó su majestuosidad, pero se quejó de su elevado peso.

"Es el peso de sus victorias, sire", le respondió el orfebre, a lo que el soberano respondió: "Olvidemos algunas, no quisiera inclinar la cabeza por su carga".

Algo decepcionado, el artesano se resignó a retirar seis hojas de laurel de la corona que, unos días más tarde, Napoleón arrancó de las manos del Papa, a quien había hecho venir desde Roma, para coronarse a sí mismo emperador.

Encarnación de la época napoleónica, cuando el rey Luis XVIII recuperó el trono ordenó en 1819 destruir la corona, que fue fundida y convertida en un lingote de oro en los hornos de la Casa de la Moneda de París, al igual que los otros atributos imperiales.

Pero ¿qué sucedió con las seis hojas arrancadas por Biennais?

Su heredera cuenta que, algo decepcionado, el orfebre guardó cada una de ellas en una caja creada a tal efecto, seis cofres valiosos como seis hijas había concebido.

Biennais regaló una hoja a cada una de sus herederas. De cinco de ellas se ha perdido la pista y la sexta aparece ahora como un objeto valioso para la tropa de amantes de la memoria de Bonaparte.

No es la única superviviente de la corona imperial de laureles de oro. Cuando preparaba su viaje a Milán para ser coronado rey de Italia, el emperador hizo un alto en Saint-Claud, donde el pintor Jean-Baptiste Isabey le colocó la corona para hacer un retrato.

En ese momento, se desprendió una de las hojas y el miniaturista la tendió al primer camarlengo del soberano. Pero Napoleón le espetó: "Consérvala como recuerdo de tu torpeza".

La joya perteneció a la familia del pintor hasta que en 1980 fue subastada en Cannes y vendida por 80.000 francos (algo más de 12.000 euros), precio por el que el Estado francés ejerció su derecho prioritario y la atribuyó al museo de Fontainebleau.

Para la casa de subastas Osenat, el precio pagado hace casi 40 años no es significativo.

Desde entonces, "todo lo relacionado con Napoleón es objeto de un creciente interés de los coleccionistas", asegura Châtaignier, que recuerda que 2015 un surcoreano pagó 2 millones de euros por uno de los sombreros del emperador, pese a que existen decenas de ejemplares en el mundo.