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La Espuma De Las Horas

En el nombre de la última gran diva

Maria Callas, 40 años después de su solitaria muerte en París, vive en la eternidad de su genial imperfección

En el nombre de la última gran diva

Nadie es perfecto. Maria Callas murió convencida de ello. Pero, así todo, cuarenta años después de su muerte pudiera parecer mentira que la soprano más fascinante de la historia fuera juzgada en su momento por algunos de sus detractores como una cantante cuyas imperfecciones vocales eran manifestaciones físicas de sus defectos humanos y de sus complicadas relaciones amorosas. Cuando despectivamente decía que entre ella y Renata Tebaldi no había comparación, que eran el champaña y la Coca Cola, siempre había quienes estaban dispuestos cruelmente a recordarle que en vez de la nota alta y culminante en el final de la interpretación más caliente en Lucia Di Lammermoor salía de su garganta un sonido áspero y hasta desagradable. O quienes la abuchearon en el Metropolitan y en otros escenarios por titubear en uno de los sostenidos del recitativo antes de Casta Diva, la gran aria de Norma. Era tan detestada que llegaron a arrojarle tomates.

Sin embargo, para su gran corte de admiradores, los que supieron comprender entonces que una cantante no debería ser juzgada por su atribulada vida sino por la totalidad del mérito de sus registros vocales, Callas hizo que la ópera significara algo de nuevo. Incluso sus limitaciones palidecían junto a su genio interpretativo y su intuición. Hoy son más los que piensan que el mundo entero debería haberla idolatrado, pero no entonces cuando conseguía que las notas y las palabras de los grandes músicos y poetas románticos italianos del siglo XIX parecieran espontáneas. Trajo verdad a la ópera y, a la vez, arrastró tras de sí a un público dispuesto a despedazarla a la primera oportunidad que surgía. Un público especialmente dedicado y obsesivo, ya que las entradas para verla y escucharla no eran lo que se dice baratas.

Como escribe el crítico musical Fernando Fraga en Maria Callas (El adiós de la diva), que acaba de publicar la editorial Fórcola, la voz de gran cantante italiana por lo diferente resultaba inclasificable: "En comparación con muchas voces italianas o en general mediterráneas, la voz de Callas podría parecer, y de hecho lo era, distinta. Por ello, no procede calificarla como fea, sino fuera de las normas habituales". Además de su personalidad arrolladora, de su incomparable magnetismo, Callas dominaba la escena y daba vida creíble a todos los personajes que interpretaba. "Su técnica y su fraseo, con su personalísimo timbre expresivo y ese aura de profunda melancolía que sólo ella era incapaz de insuflar, estuvieron siempre al servicio global de los personajes, de una profundidad hasta entonces desconocida en la historia de la ópera".

Han pasado 40 años desde su solitaria muerte en París cuando todavía no había llegado al ecuador de la cincuentena. Su voz, pese a haber fulminado la norma establecida, sigue siendo un modelo, una medida para juzgar a las demás intérpretes que vinieron más tarde. Y también a algunas que la precedieron, de timbre diferente, y sobre todo con tanto y arrojo y piel para encarnar a los personajes en el escenario.

Con ella pasa lo mismo que con Amalia Rodrigues, cuando se trata de calibrar el fado de las últimas fadistas, de Oum Kalsoum, en la canción egipcia, de Billie Holiday o de Ella Fitzgerald, cuando nos referimos al jazz más universal de todos los tiempos. La Callas, aunque imperfecta, es eterna.

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