En el mundo de los muertos, los recuerdos lo mueven todo. Así se lo aseguran a Miguel, el niño mexicano que sueña con ser músico, en Coco. Y así, ciertamente, sucede en la película y con la película. Porque la nueva producción de Pixar se aferra a la herencia de las mejores obras de la productora para armar un espectáculo cinematográfico que aúne cierta profundidad y las necesarias dosis de diversión y entretenimiento para toda la familia. Y, ciertamente, no le va mal. Es difícil ver Coco sin apreciar ese sustrato pixariano que la alimenta. Cuando Miguel mira las películas de su ídolo, Alejandro de la Cruz, es difícil no recordar a WALL·E alucinado ante el despliegue de baile de Hello, Dolly. Y en la aventura del niño por la tierra de los muertos, hay evidentes referencias a Del revés. De hecho, la influencia de la epopeya interior de Alegría y Tristeza por salvar a Riley en la película de Pete Docter y Ronnie del Carmen es notable en muchas de las premisas centrales de Coco: desde la propia exploración de un mundo de fantasía hasta la conexión de la personalidad y los recuerdos, pasando por la recuperación de los nexos familiares como solución última al conflicto. Incluso una idea como la desaparición de los muertos, esa "muerte última" que acontece cuando no queda nadie en el otro barrio que los recuerde, remite a Del revés y al final de Bing Bong. Ciertamente, Coco supone, en muchos aspectos, una revisión de asuntos recurrentes en el universo Pixar, sin apenas salirse del guión preestablecido. Pero integra, además, una mirada respetuosa, fascinada incluso, sobre la música, el arte y la cultura mexicanas. Y todo dentro de una película bien tramada, que combina con habilidad el sentimentalismo, la agilidad narrativa y hasta un villano a la altura, en el que es el mejor producto Pixar desde, precisamente, Del revés. Un gratificante retorno al pasado.
