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Retorno al pasado

Charlotte Rampling y Jim Broadbent.

El pasado. Ese lugar tan extraño donde habitan recuerdos que construimos a nuestro antojo. Que manipulamos, reescribimos, ocultamos o embellecemos por necesidades de distinto pelaje. El protagonista de El sentido de un final (extraordinario Jim Broadbent) ve cómo su plácida vida de cascarrabias divorciado que observa el mundo con frialdad (siempre ha pensado que así se protege para no resultar herido, una forma de supervivencia) se tambalea al irrumpir en ella el pasado. Un amor maltrecho, una amistad arruinada, un ayer de juveniles anhelos corrompidos por el fracaso de la idealización y el rencor que germina en el fracaso. Empieza entonces una investigación privada para encontrar respuestas a preguntas que le atormentaron desde aquellos días colegiales, y, al mismo tiempo, para buscar alguna alternativa digna a su existencia solitaria y egoista en la que un cartero, una ex mujer o su propia hija embarazada son presencias en las que no repara. Simples comparsas.

Poco a poco, con oportunos flashbacks que aportan información con cuentagotas y pequeños instantes cotidianos que dibujan la personalidad de un hombre que conserva en su presente los restos calcinados del ayer: por qué tiene una tienda de viejas cámaras de fotografía, por qué se estira los dedos, por qué lleva el reloj con esfera hacia abajo, por qué le cuesta tanto, pero tanto confiar y entregarse a los demás. Cuando a la hora y cuatro minutos llega un encuentro esclarecedor (y hasta cierto punto desgarrador) en un puente con una malherida Charlotte Rampling, la película empieza a desvelar misterios y prepara el camino para un final pudorosamente emocionante donde una carta y un llanto ilustran una luminosa celebración de la vida compartida.

Pequeña gran película.

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