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Te llamaré Ananké

Adelanto editorial: extracto de la novela "Amada mía", de Carmen Gómez Ojea

Carmen Gómez Ojea. F. RODRÍGUEZ

Era un atardecer tibio y apacible con nubes blancas y errabundas, cuando salí del garaje, donde acababa de aparcar el coche. El sol de poniente encendía, dorándolas con sus últimas llamas, las hojas de los árboles del paseo. Me deslumbró aquel incendio, prodigioso y tan bello en pleno asfalto, que estuve a punto de santiguarme, conmovida como ante un milagro. Cuando ya estaba cerca, escuché tu voz y cerré los ojos. De forma inexplicable, temía no verte, pese a tu canción, mi canción, la nuestra, que entonces me sonaba más desesperada, más insistente y suplicante, llamando a alguien, llamándome. De pronto enmudeciste y me apresuré para llegar a ti, sorteando a la gente que contemplaba un espectáculo de mimo y otro de malabares. Solo tenías cuatro o cinco oyentes. Me puse detrás de un hombre muy alto y, además, turricéfalo, para espiarte a través del hueco libre, abierto entre su cuerpo y el de la mujer que estaba a su lado, pero no pegada a él, de modo que podía verte perfectamente, mucho mejor que tú a mí. Tu canción de entonces tenía el mismo argumento que la anterior, la mía, la nuestra, la primera y única hasta entonces que te había escuchado, pero con ciertas variaciones para decir lo mismo:

Esta noche te veré, ay, amor, mi amor maldito. Y en la cama, ay, amor, te quitaré la mortaja que alguien quiso ponerte, alguien que a ti te mató solamente por quererme y que a mí me dejó viva, pero también me dio muerte. Ay, amor, amor maldito. Ay, mi amor, amor prohibido.

Se encendieron las farolas y salió la luna y observé con inquietud el cerco luminoso que indicaba lluvia de nuevo, en torno a su cara no del todo redonda, pues le faltaba un trocito por haber entrado en la fase de decreciente que, de pequeña, me hacía pensar que aquella especie de mordisco era debido a que le comía el rostro, de vez en cuando, el gato del cuento de Alicia. La vi rielando sobre el techo de cristal de una terraza cubierta. Y vi tus ojos azul lavanda, clavados en mi cara. Sostuve tu mirada. Ninguna de las dos apartaba la vista de la otra ni apenas parpadeaba, hasta que sonreíste y yo me eché a reír. La mujer y el turricéfalo se volvieron. Les había molestado mi carcajada fuera de lugar, sin imaginar ni en una hora de fiebre y delirio que aquella canción me oprimía de emoción como si me hubiesen metido en una faja de hierro, reductora del último gramo de grasa corporal. "Por favor, madre Safo, que termine pronto, que termine ya". Y comenzó a llover. Primero fueron unas gotitas tímidas las que cayeron, pero poco a poco se hicieron fuertes, violentas y ruidosas, causando la desbandada general. "Gracias, Safo, dama del agua que baja de lo alto y alimenta mares como tu Egeo". Y tú, amada mía, no te alteraste. Recogiste pausadamente la bandeja de las tristes monedas de cobre y, cuando ibas a guardarlas en tu bolsa de lona, te abordé como un carro de combate.

-Quiero irme contigo. Quiero acompañarte. Quiero seguirte allá adonde vayas. Necesito que me aceptes. Necesito que me acojas a tu lado. Necesito que me admitas en tu vida. Por favor, no me rechaces. Te suplico que no me apartes de ti.

Me arrodillé y me abracé a tus piernas.

Me obligaste a levantarme y sentí tu dulce ternura, cuando me abrazaste, mientras me decías:

-Sabía que vendrías. Te esperaba.

-Y yo te buscaba. Por eso estoy aquí.

-Vamos, querida. El agua de la lluvia celebra de nuevo nuestro encuentro.

Me tomaste de la mano y empezamos a caminar.

Te expliqué que tenía el coche en un garaje, muy cerca.

-No merece la pena. Mi casa está ahí, a unos pasos.

-No sé tu nombre. No sé cómo debo llamarte.

-Llámame como quieras -me repusiste-, como gustes.

-Te llamaré Amada mía.

-Yo a ti -añadiste- te daré el nombre de Ananké.

Me reí.

-No es un nombre de risa. Es un nombre griego muy antiguo. Significa destino, lo que está escrito, lo que tendrá irremediablemente cumplimiento -me aclaraste.

-Lo sé, lo sé. Me reía únicamente porque rima con mi nombre que también es griego: Niké. Así me llamo. Significa Victoria.

-Sí, ya. Pero a mí no me agradan las victorias. Implican guerra, dolor, derrota, luto, muerte -me replicaste.

-Bueno, Amada mía, si no te gusta, puedes llamarme como te apetezca, incluso Nadie, como le dijo Ulises al gigante Polifemo, cuando quiso conocer su nombre.

-Me apetece llamarte como acabo de decirte: Ananké.

-Pues, entonces, ese será mi nombre -admití de buena gana.

-El día en que te conocí -proseguiste- y me regalaste un billete de veinte euros, te di el nombre de Agapé, Amor. Pero ahora prefiero el de Ananké porque?

-? Porque ya no soy tu amor -añadí.

Oprimiste mi mano y, al cabo de un breve silencio, dijiste:

-Lo eres. Lo eres. No lo dudes. Pero eras también en mi vida la Inevitable, la Necesaria, la Imprescindible, la que el destino, para bien o para mal, me deparaba.

-Ananké -murmuré- puede ser también dolor, cárcel, atadura, esclavitud?

-Sí, es cierto. El amor a veces es eso.

-Pero ese -protesté- es mal amor.

-El mío es buen amor. Mi amor no juzga a mi Amada, la cree, espera de ella siempre la verdad, y jamás será ni su carcelero ni su dueño.

Entonces te detuviste, yo hice lo mismo y me besaste una mano.

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