Juan RODERA

La risa en un hospital infantil es como un globo que se soltó de la mano de un niño. El hinchado animalito coloreado elevándose en el cielo hasta perder la forma y hacerse un punto. Algo que si nos divierte ver volar, nos produce en cambio la tristeza de pensar en el niño al que se le ha escapado, la niña que aún señala llorando.

Carcajadas en la planta de pediatría. Algo que siempre es bueno oír, pero que duele porque es como si un pájaro atrapado quisiera irse de allí. ¿Quién puede convertir ese momento no en una triste tregua, sino en una verdadera celebración? Solo unos doctores muy especializados, traumatólogos únicos del hueso de la risa, que hasta hace poco no eran del todo valorados en la pediatría española, que objetaba serias contraindicaciones para recetar su medicina en los hospitales. Hoy se los reconoce en las plantas: no llevan bata, gastan zapatones y sus orondos maletines de otra época contienen pomperos, martillos con pito y jeringuillas de cosquillas; estrambóticas boticas de las que extraen pastillas de paracetamola, jajajarabe de la tos y pomada de nada (para el culo y para la cara). Son los payasos de hospital.

En la planta pediátrica del HUCA encontramos desde hace años a los payasos de la asociación Clowntigo, que complementan las labores de los maestros de hospital y los voluntarios de varias asociaciones, desde Cruz Roja a Galbán. Payasos terapéuticos, como Pachucho, Tiritina, Foneque o Jeringueta, que se habrán hecho un hueco en el imaginario hospitalario de muchos niños asturianos. En el libro Payasos en el hospital, con texto de Fran García-Bernardo e ilustraciones de Francisco Pimiango, los payasos Pachucho y Tiritina visitan las habitaciones de Inés, Mateo y Marta, de varias edades y hospitalizaciones de distinta duración. La ocasión propicia que el grupo de payasos muestre sus trucos y cachivaches predilectos, sobre todo su mascota, el caballito de mar Ventilador.

Ríanse si quieren, pero esto es serio. Y difícil. Nada en este complejo oficio es igual ni está asegurado. Hacer el payaso es simple, pero ser payaso y de hospital necesita como poco hacerlo bien (cosa que no en todos los trabajos es imprescindible). Sería fácil suponer que estos voluntarios son de sobra retribuidos con un gratificante baño de autosatisfacción, pero pónganse en su piel o tras su nariz roja: esto no es ningún juego. En su brevedad, este libro muestra la variedad de edades, casos y situaciones que afronta un payaso al abrir la puerta de una habitación de hospital. Antes de dar ese paso, un voluntario de Clowntigo habrá consultado a los acompañantes adultos sobre la disposición y gustos del niño. Ya dentro no está permitida ni una mirada de lástima, pero tampoco el tabú hipócrita: si hay que mirar el sufrimiento a la cara, se mira; lo importante es que, devolviéndole las ganas de jugar, el niño vuelva a ser el centro de sí mismo, de donde ha sido desplazado por la enfermedad.

Se aprecia el esfuerzo de Clowntigo en que su visita no se limite a una "actuación"; magia, malabares, globoflexia o pompas, que están muy bien, pero pueden acabar siendo formularias, y eso: "números". Se trata ahora de improvisar con el niño una narración reutilizando objetos que alteren el espacio y la experiencia del hospital: dos chatas y una mascarilla sirven como disfraz de elefante, y el palo del gotero es para que se posen a descansar los caballitos de mar, que vuelan, como se sabe. Vocación, intuición y formación permanentes, pues, al fin, la sociedad no les va a agradecer que sean payasos de hospital, sino que lo sean bien. Pues eso: gracias de parte de lo más valioso que tenemos.