No es Alexander Payne un director que suela abarcar más de lo que puede apretar. Sus películas calculan muy bien sus fuerzas para no fallar el tiro. Nebraska, Los descendientes, Entre copas, Election... Ejemplares todas ellas por su equilibrio entre pretensiones y resultados, mezclando con extraordinaria habilidad el humor (mandón) y el drama (prudente). De ahí que Una vida a lo grande, sin ser ni mucho menos una película de la que desentenderse, deje al final un poso de insatisfacción que amenaza con volverse decepcionante.
La idea inicial es prometedora. Algo así como revisar la propuesta de El increíble hombre menguante (gran novela de Richard Matheson, inolvidable película de Jack Arnold) en clave de fábula con cierto toque de Frank Capra. Las evidentes resonancias metafóricas de la historia en su intento por dibujar un retrato despiadado del mundo que nos ha tocado sufrir (qué les voy a contar: injusticias, egoísmos, crueldades, desastres y desigualdades) se acoplan bien al golpe de ingenio que supone plantear un revolucionario método científico gracias al cual la solución a nuestros grandes problemas pasa por hacernos más pequeños. Vamos, que todos podríamos vivir en una gran mansión de nuestros sueños, bastaría con ir a una tienda de juguetes y hacernos con una por un módico precio. Pero la solución pronto se enfrenta a complicaciones de variado tallaje (el tamaño no importa cuando entra en acción lo peor del ser humano).
Lástima que ese mismo problema lo sufra el propio Payne, al que de pronto le entra el mal de altura y empieza a dispersarse metiendo con calzador historias e histerias que hacen descarrilar la película, sobre todo cuando entra en escena uno de los actores más irritantes del momento: Christoph Waltz. Con todo, es un título que se ve con agrado y tiene suficientes alicientes críticos y cítricos como para no dejarla pasar por alto.
