La sombra de los Coen es muy alargada. Y Tres anuncios en las afueras, por más que el arrogante Martin McDonagh lo intente disimular, es un buen ejemplo de ello. Que conste en el acto: es una película interesante, es una película rodada con inteligencia y es una película con muy buenas ideas. Pero también es una película excesivamente calculadora que suma elementos tan manipulados desde la escritura para desconcertar al espectador y pillarlo desprevenido que en más de un momento descarrila en su pretensión de credibilidad. La propuesta, tan masajeada por los Coen en buenas y malas películas, consiste en: los personajes que sufren siempre también pueden hacer sufrir a veces, y los que hacen sufrir siempre también pueden sufrir a veces. O sea, que el tipo despreciable por racista, homófobo, machista y violento puede tener su lado bueno y redimirse en parte, aunque sea (no hay spoiler, que no cunda el pánico) recurriendo a métodos igualmente tóxicos para impartir justicia. Estupendo Sam Rockwell, por cierto. Y el personaje de Woody Harrelson, al que de mano tendemos a detestar, pasa de repente a buscar nuestra comprensión por la vía infalible del daño irreparable, convirtiéndose en una especie de ángel de la guarda epistolar de unos y otros. McDonagh juega a cambiar de sitio al gato y el ratón para que nos quede claro que en la vida no hay blancos ni negros y cargando la paleta de grises. Y en ese esfuerzo alimentado por dementes y víctimas calcinadas entra en juego Frances McDormand, no por casualidad una musa recurrente de los Coen. La furia, el dolor, el arrepentimiento, el estupor. La comprensión, además. Le sobra talento para desenvolver un papel golosina y cuando ella aparece la pantalla echa chispas. Inolvidable la escena con Harrelson en la que una sangre inesperada salpica y une y cura.