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El primer borrador de la historia

Tom Hanks y Meryl Streep, en la redacción del "Washington Post".

Tras rodar dos obras tan poderosas como Lincoln y El puente de los espías, y de patinar con Mi amigo el gigante, Steven Spielberg se embarcó con urgencia en uno de esos proyectos que hacen fruncir el ceño a quienes le consideran un mero urdidor de juegos de artificio. Pero la situación de la política estadounidense y el acoso a la libertad de prensa en plena vorágine de noticias falsas y pusverdades le animó a sacar adelante en tiempo récord un guión que apela al periodismo que se rebela contra los poderes políticos sino también a los económicos.

Los archivos del Pentágono no se limita a destapar las presiones de la Casa Blanca y sus cloacas para amordazar a los periodistas, también golpea con dureza a los banqueros, accionistas y abogados que intentan frenar a esos periodistas para proteger sus propios intereses.

La prensa escrita debe servir a los gobernados, no a los gobernantes, se escucha en una de esas líneas de diálogo prensadas para justificar la necesidad de su existencia como testimonio de lo que pasó, como denuncia de lo que pasa y como advertencia sobre lo que puede pasar. No por casualidad, Spielberg arranca su historia con una batalla en la jungla de Vietnam, insertando oportunamente un plano fugaz de una máquina de escribir. Lo que sigue a esa explosión bélica es otra batalla, menos cruenta pero decisiva en la que el tecleo sustituye al tableteo de las ametralladoras.

La mano maestra del cineasta ya se deja notar en un desayuno aparentemente banal que reúne a los dos personajes centrales: la editora llena de dudas y temores y vulnerabilidades y el rotundo y enfático y siempre amartillado director espeta a su jefa que no le diga cómo hacer su trabajo cuando ella intenta influir en él para un asunto menor. Pero en periodismo no hay asuntos menores cuando se trata de defender la independencia y el rigor, y Spielberg y sus guionistas parten de ese momento leve pero elocuente para ponernos en situación: hay un gobierno que quiere coser la boca a la prensa, hay un periodista de (co)raza y una editora a la fuerza metida en un enjambre de prejuicios y hostilidad: una mujer en un mundo de hombres que la ven como una intrusa. Como un peligro.

Spielberg se toma su tiempo para plantear su historia y conviene estar atento para no liarse cuando las cosas se pongan duras, aunque el guión es bastante claro y preciso. Y entonces llega la hora de espolear la acción y ahí surge el cineasta que domina el ritmo como ninguno amoldándolo a las necesidades de la historia con una firmeza y agilidad portentosas.

Un reparto de secundarios perfecto hace creíble cada plano y Meryl Streep y Tom Hanks están convincentes, aunque la primera ceda a la tentación de algunos tics marca de la casa y el segundo intente a veces imitar al personaje real en lugar de interpretarlo. Más que hablar de escenas sobresalientes (siempre las hay incluso en los Spielberg fallidos) se impone admirar la sobriedad, solidez y valentía de una película que mima los detalles, en la que los excesos sentimentales del cineasta son mínimos (la hija de Streep leyendo una carta que le recuerda la importancia de ciertos valores o la salida de juicio entre chicas que la observan con admiración) y que no desperdicia ni un solo plano. El periodismo escrito es el primer borrador de la historia, le decía su difunto marido a la editora, y Spielberg le rinde homenaje con talento y rabia. ¡Cómo me gusta esto!, exclama el director en pleno fregado: vibran las rotativas.

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