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El Rey que reafirmó el trono entre crisis

Felipe VI cumple 50 años el martes tras fortalecer el papel de la corona

Felipe VI, con su padre reflejado en el espejo, el día de su proclamación. REUTERS

El Rey que se acerca al medio siglo lleva la corona desde hace apenas tres años y medio, plazo engañoso en su aparente brevedad, que oculta un periodo intenso en el que se hicieron muy visibles los desgarrones abiertos en el declinar del momento histórico que encarnaba su padre. Felipe VI, que se presentó a sí mismo como el monarca de "un tiempo nuevo", es el Rey emparedado entre la continuidad que impone la institución que encarna y la necesidad de una ruptura con los signos de ligereza y desatención al contexto social que precipitaron la abdicación de su progenitor. Con ese doble condicionante, Felipe VI afronta un reinado marcado hasta ahora por sucesivas críticas políticas. El bloqueo institucional que en 2016 precedió al segundo mandato de Mariano Rajoy y el desafío soberanista que, en octubre pasado, culminó con la proclamación de la república catalana pusieron en evidencia los agujeros abiertos en el sistema trabado en la Transición.

Ambos episodios obligaron al Monarca a afanarse en su papel casi todavía de estreno. Con el agravante de que resultaban situaciones insólitas, no ensayadas antes por su predecesor, aunque su intervención del 3 de octubre, dos días después de la consulta espuria del soberanismo, haya suscitado comparaciones con la intervención de su padre en la noche angustiosa del 23-F. Una prueba de que lo que fue el tiempo nuevo de Juan Carlos I conserva casi intacta su condición de referente primordial del acontecer político en la España del tiempo nuevo de su hijo.

La hoja de ruta del reinado de Felipe VI, el discurso de su proclamación ante las Cortes, el 19 de junio de 2014, lleva la rúbrica de un monarca constitucional que se manifestaba como garante de "la estabilidad de nuestro sistema político" y declaraba su disposición a "arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones". Ese arbitraje se volvió una prueba de resistencia con el paso atrás de Mariano Rajoy en enero de 2016, cuando la insuficiencia de su victoria electoral lo abocaba a ser el primer aspirante fallido a la Presidencia del Gobierno, por no obtener el suficiente respaldo parlamentario para su investidura. El "no" de Rajoy colocó al Monarca en una circunstancia imprevista e incómoda, que derivó en el intento fracasado de Pedro Sánchez, en la repetición de elecciones y en el enquistamiento del socialista en un "no es no" que amenazaba con unos terceros comicios.

En algún momento de aquel tiempo estancado, Felipe VI empezó a ser visto como la posible palanca para romper el bloqueo. Hubo sugerencias de que el Rey fuera más allá de su estricto cometido arbitral, de que "borboneara" a la busca de un candidato de consenso. El Monarca se mantuvo en los límites de su atribuciones pese a la persistencia de la paralización institucional, que alentaba los peores instintos nacionales contra la política y quienes viven de ella.

La noche del Rey

El semblante severo de Felipe VI que se coló en todos los televisores españoles en la noche del 3 de octubre pasado era un gesto de dureza desconocida en alguien tendente a aparecer como el rostro amable del Estado. El Rey suplía en aquel momento las insuficiencias de un Gobierno desbordado por el desafío soberanista, que tras garantizar que no habría consulta sobre la independencia quiso neutralizarla a golpes. La respuesta del Ejecutivo sólo sumó torpeza a semanas de quietismo gubernativo, que dejó el campo libre al secesionismo triunfal. Aquella noche, Felipe VI ejerció como último bastión de un régimen constitucional que media Cataluña consideraba ya superado mientras se aprestaba a celebrar la inminencia de su república. A diferencia del 23-F, los que tomaban la calle eran manifestantes, que intimidan menos que los tanques, y sobre el comportamiento del Monarca nunca hubo sombra de sospecha. Fueron "momentos muy graves para la vida democrática", "una situación de extrema gravedad", según reflejaba la intervención real, provocada por la "deslealtad inadmisible" de las "autoridades que representan al Estado en Cataluña". Libre de las ambigüedades y cautelas que otras veces impone su cometido institucional, el discurso del Rey fijó un antes y un después en la crisis abierta por el soberanismo, fue la marca del nivel alcanzado por el secesionismo en su desbordamiento.

Felipe VI ganó entonces consistencia como monarca y avivó las críticas a lo que representa la Corona. Pero la marea del republicanismo había rebajado su grado de amenaza respecto a lo que era en los momentos últimos de Juan Carlos I, una de las razones de su abdicación.

La gran regresión social que trajo la quiebra de 2008 tuvo su efecto sobre una monarquía que, después de registrar durante años un reconocimiento notable, comenzaba a cosechar suspensos demoscópicos en sucesivas encuestas. Influyó el Rey cazador y sus circunstancias, pero también la Infanta y un marido que en febrero de 2017 sería condenado a más de seis años de prisión por varios delitos de corrupción. La "monarquía renovada para un tiempo nuevo" traía un mensaje de regeneración como respuesta a "los ciudadanos que demandan con toda razón que los principios morales y éticos inspiren -y la ejemplaridad presida- nuestra vida pública". Ese compromiso inscrito en su discurso de proclamación llevó a Felipe VI a un distanciamiento de su propia familia, de la que quedaron alejados su hermana Cristina e Iñaki Urdangarin. Una toma de distancia que afectó incluso en algún momento a su propio padre, excluido con justificaciones protocolarias, de la celebración oficial de los 40 años del inicio de la Transición, lo que fue tanto como desposeerlo de la autoría de su propio tiempo.

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