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Adónde irán los besos

Timothée Chalamet y Armie Hammer.

Adolescente plagado de dudas. Claro. Está en la edad que se aferra a la incertidumbre con ansia. Sexualidad confusa, mente en construcción, carácter sólo esbozado. Pero tiene suerte: unos padres ultracomprensivos, un hogar confortable, amigas que beben los vientos por él. Una vida sin complicaciones exteriores. Las interiores ya son otra cosa. Campo minado como no andes con cuidado. Y el protagonista de Call me by your name (no me preguntes por qué no traducen el título, misterios insondables de las distribuidoras) lo hace al principio cuando entra en su vida un desconocido que de repente te regala olores nuevos, sentimientos extraños, calores intensos que van más allá del regodeo estival en un paisaje idílico. Luego, el picor de los (re)celos sustituye a la incomodidad que trae consigo el desconcierto en un mundo nuevo de sensaciones y una simple grieta musical abierta en una verbena convierte el deseo en necesidad, ¿o será al revés?

A Call me by your name la perjudica una duración a todas luces excesiva para lo que cuenta y, aunque no sea su culpa, la riada de elogios desmesurados que la precede, y que no impide que haya voces que critiquen una historia de amor y sexo entre dos hombres separados por una diferencia de edad importante. Ahora que incluso la presunción de inocencia brilla por su ausencia (¿te suena, Woody?), películas que aborden según qué clase de relaciones corren el riesgo de ir a la picota sin juicio y a las bravas. De momento, la obra de Guadagnino se ha librado, quizás o seguramente porque aborda el romance con afectuoso pudor (melocotones al margen) y opta por soluciones poéticas (a veces próximas al anuncio de colonia, dicho sea sin acritud) rematadas con una doble jugada implacable a la hora de conmover al espectador: el discurso encomiable de un padre 10 y un largo plano sostenido que refuerza el buen trabajo de Timothée Chalamet, más convincente que un Armie Hammer voluntarioso al que a veces le queda grande el papel.

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