Convendrán conmigo en que tras la grave apoteosis de Los Vengadores con exterminios a tutiplén de superhéroes viene bien un ejercicio de desintoxicación como Deadpool 2. Que casi no se toma en serio ni cuando el drama llama a la puerta. Y la derriba. Es más: cuando al final se gasta un Ghost interruptus, la película blinda su condición insolente sin dejar pasar de largo un fugaz coqueteo con la gravedad. Confiemos en que próximas entregas no busquen esa salida de emergencia porque las desgracias de Deadpool dejarían de tener gracia inmediatamente.

Si todo arranca con una explosión sobre la que el protagonista descansa con ganas de aniquilación total es normal que esperemos una historia que no se ande con chiquitas a la hora de destrozarlo todo. Incluido el universo mítico del superhéroe. No es solo que Deadpool chapotee en lenguaje obsceno (nada que vaya a impresionar a alguien a estas alturas) y la violencia no escatime miembros cercenados y cabezas cortadas, es que su desvergüenza desenfrenada la hace invulnerable a cualquier tentación merodear lugares comunes. Ni siquiera el personaje que parece convocado para ser el villano se conforma con serlo. La metralla de Deadpool no deja títere con cabeza, y no es casual que en los títulos de crédito compartan habitáculo efectista las maneras de un James Bond con los bailes horteras de Flahsdance. O que en la escena de aterrizaje del superequipo haya bajas encadenadas, incluida la de una estrella cuyo no nombre omitiremos y que aparece dos segundos para incorporarse al festín de cameos envenenados.

Hablar de historia o estructura en una película así es como pretender que Michael Bay haga planos que duren más de 30 segundos. Es que no va de eso. Si se quiere destrozar la cacharrería hay que ser más elefante que nadie. Menos elegante que todos. Por eso le viene bien la llegada de un director como David Leitch, que viene de embutir la acción con una máquina de delirios orgiásticos en Atómica y John Wick. Con más medios y menos miedos que en la primera entrega, el lado carnicero de la secuela compensa la ausencia de la sorpresa y convierte el campo de batalla del cómic en un hervidero de chanzas, golpes bajos y pieles de plátano podridas. El resultado puede a(co)gotar a veces, pero acaba imponiendo su feroz ausencia de ley.

No, no estamos ante una revisitación de El crepúsculo de los dioses con joven arribista que finge enamorarse de una diva en pleno declive y a los que esperan la muerte y la locura. Aquí hay amor sincero. Inesperado y sorprendente. Un muchacho de carrera incipiente conoce a una veterana estrella de cine ( Gloria Grahame, que conoció la gloria con En un lugar solitario y Cautivos del mal) y se enamora de ella. La diferencia de edad no es un obstáculo. Ni siquiera una excusa. Bailando no hay inviernos que separen y las pieles huelen a verano eterno. Y es que Grahame era mucha Gloria: cuando le dieron el "Oscar" a mejor actriz secundaria subió a recogerlo, dijo muchas gracias y se fue. Tan pimpante. Pero no era una pose: era una llamarada de inseguridad, la misma que anidó en una biografía de amores tormentosos y episodios atormentados. Junto a Peter Turner, casi tres décadas más joven, Grahame vivió un capítulo de sosiego no exento de lágrimas, un colofón agridulce antes de abandonar la escena prematuramente. McGuigan consigue, ayudado sobre todo por una Annette Benning inmensa, forjar una historia de amor alejada de la sensiblería y sin contaminarse por los estereotipos. Emocionante y honesta: cautivadora.