Oviedo, Javier NEIRA

La Constitución española de 1812 supuso un giro copernicano en orden a las libertades y la soberanía nacional que, sencillamente, nace de aquella. Fue un paso de gigante, una carta magna de derechos y deberes que, por ejemplo, prohibía la tortura, disolvía la Inquisición y abolía la esclavitud... aunque con matices. Una Constitución que tanto debe a los diputados asturianos, sobremanera a Agustín de Argüelles, que redactó la introducción y fue el alma progresista en los debates fundamentales.

El 2 de abril del año 1811 se abrió en las Cortes constituyentes -reunidas en Cádiz y acosadas por los invasores franceses- un gran debate sobre la tortura y el tráfico de esclavos. Las previsiones eran otras porque apenas unos días antes, el 26 de marzo de 1811, el diputado de Tlaxcala (México) José Miguel Guridi Alcocer había presentado una propuesta contra la esclavitud aunque no en todo el sentido del concepto. No sobra recordar que había diputados de las colonias americanas aún en medio de la guerra de la Independencia y con las comunicaciones transatlánticas prácticamente cortadas. Es más, en el texto constitucional finalmente aprobado, en su artículo primero, se dice que «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Así era de peculiar, o liberal, el colonialismo español.

Guridi Alcocer exigía la abolición inmediata de la trata de esclavos y un proceso gradual para conseguir la abolición de la esclavitud que tenía entre sus piezas clave la libertad de los hijos de los esclavos. Entre otras cosas también apuntaba a la conversión de los esclavos en asalariados, pero sin libertad de dejar a su amo aunque con sus nuevos ingresos podrían llegar a comprar su libertad.

No prosperó, no fue admitida a trámite la propuesta. En cambio, el diputado asturiano Agustín de Argüelles sí tuvo éxito con su iniciativa de abolición del tráfico de esclavos y también de la tortura.

El diputado José Mejía explicó la diferencia al considerar que «las proposiciones del señor Alcocer encierran un caso distinto, cual es el abolir la esclavitud, negocio que requiere mucha meditación, pulso y tino».

Aunque pueda parecer -y lo es- muy cruel, la distinción tiene pleno sentido. El esclavo era una mercancía que se compraba y vendía. Manumitirlo sin más suponía una pérdida económica para su amo. Aunque se trataba de una condición odiosa que, ya entonces, cualquier persona de principios y sensibilidad rechazaba, la mecánica económica imponía limitaciones a la libertad de manera que una cosa era abolir el tráfico de esclavos; otra, liberarlos gradualmente -permitiendo que comprasen su libertad o considerando libres a sus hijos- y una tercera consistía en la libertad plena desde el momento de promulgar la correspondiente ley, en este caso la Constitución.

La propuesta transaccional de Argüelles tuvo a su favor la política. El principal aliado de España era Inglaterra, que había iniciado una campaña internacional proponiendo a todos los países la firma de un acuerdo de prohibición de la trata de esclavos. Como contrapeso y también a favor de la idea moderada de Argüelles contó se trataba de una prohibición de corto alcance de manera que al no liberar a los esclavos no atacaba a la propiedad privada. Apoyando esa postura ambigua el diputado García Herreros pidió «que se declare que no sean esclavos los hijos de esclavos, porque de lo contrario se perpetúa la esclavitud aunque se prohíba este comercio».

La abolición ma non tropo lograba que sectores con poder en las colonias y abiertamente esclavistas no se distanciasen de la metrópoli. Las advertencias eran bien claras, el Ayuntamiento de La Habana declaró en julio de 1811 que se oponía a la abolición diciendo que los esclavos estaban en Cuba «no por nuestra culpa», sino por la del padre Bartolomé de las Casas, que dos siglos antes, para proteger a los indios, había propuesto importar esclavos negros. La economía cubana, sostenían, se basaba en el trabajo esclavo, la libertad sería la ruina.

Finalmente la Constitución de 1812 quedó a medio camino, que a estas alturas puede incluso perecer apenas un paso adelante. En su artículo 22 se dice que «a los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios del África les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos: en su consecuencia las Cortes concederán carta de ciudadano a los que hicieren servicios calificados a la Patria, o a los que se distingan por su talento, aplicación y conducta, con la condición de que sean hijos de legítimo matrimonio de padres ingenuos; de que estén casados con mujer ingenua, y avecindados en los dominios de las Españas, y de que ejerzan alguna profesión, oficio o industria útil con un capital propio». Ingenuo se utilizaba entonces en el sentido de libre, así que los libertos -los hijos de esclavos que lograron ser manumitidos- no podían ser ciudadanos si procedían de África, o sea, si eran negros.

Julio Vizcarrondo, nacido en Puerto Rico, fue la pieza clave para acabar definitivamente con la esclavitud. Liberó a sus esclavos en Puerto Rico y ya en España fundó en 1865 la Sociedad Abolicionista, donde militaron Olózaga, Valera, Sagasta, Castelar, Moret, Echegaray, Salmerón y Figueras, entre otros. Vizcarrondo, miembro de la primera iglesia protestante madrileña, logró la libertad de cultos religiosos en 1869. La abolición plena de la esclavitud fue obra de Sagasta en el año 1886.