L. Á. V. / Agencias

Oviedo / Amstetten,

Elisabeth Fritzl, la hija del «monstruo de Amstetten», ha exculpado a su madre del martirio padecido durante los últimos veinticuatro años, que pasó encerrada en un zulo y sometida a las constantes violaciones de su padre, con quien tuvo siete hijos, tres de los cuales han vivido en el más cruel cautiverio desde su nacimiento. La mujer ha explicado que pasó los primeros meses atada, y los primeros nueve años en una única habitación del siniestro sótano.

Según deducen los expertos, Josef Fritzl, de 73 años, planeó y construyó el «calabozo» al menos un año antes de encerrar allí a su hija, cuando Elisabeth era una joven de sólo 18 años. El abogado del anciano, Rudolf Mayer, asegura: «Se trata de un enfermo psíquico y, por tanto, no es responsable de sus actos. No debe ser encerrado en una cárcel, sino en un psiquiátrico».

La macabra historia de Josef Fritzl -«Sepp» para familia y conocidos-, parece inexplicable. ¿Cómo es posible que nadie supiese nada de un horror que se prolongó durante veinticuatro años? ¿Qué hay en la mente de una persona para hacer algo así a alguien de su propia sangre? ¿Por qué ahorró sufrimientos a tres de sus hijos-nietos y condenó a los otros tres a un cautiverio insoportable? ¿Cómo pudo aguantar Elisabeth un cuarto de siglo de violaciones?

El sábado de la semana pasada, Kirsten, de 19 años, uno de los tres hijos que vivían encerrados con Elisabeth, quedó inconsciente por una enfermedad relacionada con el incesto, que le provoca calambres que la paralizan. Su madre suplicó a Fritzl que la llevase al hospital. Así lo hizo, y allí ya no pudo taparse más el asunto. El anciano confesaba, sin ningún tipo de pudor, sus crímenes.

Fritzl, nacido en plena época nazi, vivió los terribles acontecimientos de la II Guerra Mundial y la dura posguerra de los vencidos. En una foto de 1951, en el colegio, se adivina una mirada y un rostro duros, impropios de un adolescente de 16 años. Se casó a los 22 años con Rosie, de 17. Según aseguró su cuñada, no dio más que sufrimiento a su esposa, con la que tuvo siete hijos, entre ellos la gran víctima de este drama. Fue un padre severo y tiránico, que imponía un silencio absoluto en su casa. Fuera de este espacio opresivo, la imagen de Fritzl era la de un hombre inteligente y muy activo. Pero con una debilidad irrefrenable. En 1966, el año en que nació Elisabeth, fue condenado por violar a una mujer. Fue a la cárcel. De Elisabeth comenzó a abusar cuando ésta tenía 11 años. La joven huyó de casa, pero volvió; desconocía que para sufrir el más cruel cautiverio.

Un día de 1984 su padre la drogó y ella despertó esposada en el interior del sótano antinuclear que había bajo la vivienda, un tipo de habitáculo que los austriacos se lanzaron a construir durante la guerra fría. Fritzl lo preparó todo de forma concienzuda. Obligó a la joven a escribir una carta en la que aseguraba que se había marchado a una secta y pedía que no se la buscase. Elisabeth terminó engrosando la larga lista de personas de las que ya no se vuelve a saber. Así, la joven se convirtió en el juguete sexual de su propio padre, una muñeca de carne y hueso de la que podía disponer a su antojo y a la que podía golpear sin miedo a las consecuencias. A los cinco años nació la primera hija fruto de las violaciones, Kirsten. Nadie ha explicado cómo pudo ser ese parto sin asistencia. Luego llegaría Stefan, que ahora tiene 18 años; dos años después, Lisa; y a los dos años, Monika; Alexander nació en 1997, con un gemelo que murió a los tres días y que su padre-abuelo quemó en un incinerador; y finalmente llegaría Félix, que tiene 5 años. Fritzl se vio obligado a actuar y retorció aún más la historia. Lisa, Monika y Alexander, antes de que cumpliesen los dos años, fueron abandonados a la puerta de la casa familiar con una nota en la que Elisabeth aseguraba que no podía quedarse con ellos. El ogro eligió a los más inquietos y llorones para que saliesen del cautiverio. Los más tranquilos permanecieron con su madre.

Los Fritzl adoptaron a los niños y les dieron una buena educación, en la que no faltaban ni el deporte ni la música, mientras su madre y sus hermanos se pudrían en el subsuelo. El gesto de acoger a los vástagos de su hija descarriada les granjeó la admiración de sus vecinos, que pasaron por alto los también evidentes defectos de carácter de su abuelo. Se trataba de un hombre vanidoso hasta el extremo. Perseguía a las mujeres atractivas y denostaba a las entradas en carnes. Se quedó calvo y llegó a implantarse en Viena cabello artificial. «Mejor gordo que calvo», aseguró. También se ha sabido que hizo al menos dos viajes a Tailandia, la meca del turismo sexual, en compañía de amigos. No se ha aclarado qué fue de los encerrados durante ese tiempo.

Con el tiempo, el zulo sumó dos cuartos, uno el de Elisabeth, en el que su padre consumaba las violaciones, y otro el de los niños. Dos pesadas puertas de acero, que activaba por control remoto, guardaban el secreto. Según los inquilinos que tuvo en su casa durante años, se le veía muchas veces acceder al jardín, donde estaba su oficina y la entrada al zulo, con grandes bolsas. También se le veía salir con basura. Su excusa es que estaba trabajando en nuevos dispositivos eléctricos. Su familia y su huéspedes tenían prohibido entrar allí. Lo más parecido al lujo que tenían los encerrados era una televisión y una vieja radio.

¿Por qué los encerrados no se rebelaron contra su carcelero? Kirsten y Stefan estaban demasiado enfermos y débiles. Félix, de 5 años, poco podría enfrentarse al fornido Fritzl. Además, el abuelo había lanzado la amenaza de que, si le ocurría algo, se activaría un dispositivo que los gasearía. La Policía lo ha buscado sin mucho éxito. Cuando salió, a sus 42 años, Elisabeth aparentaba muchísima más edad, con su rostro grisáceo y el cabello completamente blanco. Stefan está muy deteriorado por la falta de movimiento y la mala alimentación, y Kirsten continúa en coma. Sólo Félix parece disfrutar de la recién descubierta libertad.