El infierno existe. Las calamidades, sin contar esta última y terrible prueba devastadora, han hecho de Haití uno de los lugares más desesperados del planeta. En la primera república negra de América, desde la proclama de independencia de Jean Jacques Desalines hace más de doscientos años, la violencia ha sucedido a los huracanes, y los terremotos, a los tiranos. El 80 por ciento de los más de ocho millones de habitantes vive de la miseria, y la renta per cápita no ha alcanzado jamás los 480 dólares en el país más pobre de América. Alguien había empezado a decir que se notaba una ligera recuperación anímica de la economía, cuando Haití se ha teñido nuevamente de sangre y hay serios problemas para contar los muertos. La desgracia se ceba con los más pobres.

Hay muchas formas de padecer las tormentas tropicales, pero ninguna tan cruel como la que sacude sistemáticamente a este rincón olvidado de La Española. La corrupción y la violencia que operaban como telón de fondo en la novela de Graham Greene «Los comediantes», el mejor fresco literario sobre la dictadura de Duvalier, hubiera servido como el registro histórico de una época siniestra de no ser porque la noche en Haití no ha dejado nunca de ser profunda. Ayer leí dos informaciones contradictorias sobre la suerte que había corrido el hotel Oloffson, la vieja mansión gótica de la familia Sam que inspiró el Trianon de la novela de Greene. El Oloffson, emboscado en medio de un lujurioso jardín tropical, después de una primera época de dorado esplendor, sirvió de refugio a quienes por una u otra razón caían en Puerto Príncipe y buscaban la seguridad de un alojamiento en el centro sin tener que trepar las colinas hasta el distrito de Petionville, donde reside la élite y se concentran los grandes hoteles. Después de leer en el «New Yok Times» que una de las fachadas había colapsado, Richard Morse, el propietario que relanzó el establecimiento en los años noventa, informaba de que el hotel no había sufrido grandes daños. Por lo que hay que suponer que siguen en pie las galerías de madera labrada donde los huéspedes acostumbran a emborracharse con el famoso ron local Barbancourt, de espaldas a la piscina en la que fue hallado el cadáver del doctor Philipot en la novela de Greene.

Hace ya bastantes años estuve unos días que conté por horas en la capital del infierno y sólo he respetado el recuerdo del Oloffson. Salir de él era chocar con una dura realidad. En las cercanías de los mercados, los desechos se amontonaban en los callejones y se pisaba directamente sobre una alfombra de basura semiorgánica que desprendía un vapor casi sólido que enturbiaba la atmósfera volviéndola irreal.

Siento estremecimiento sólo de pensar en esta última plaga haitiana, otra nueva tormenta de sufrimiento para sumar al inventario de los «tonton macoute» de Papa Doc, Baby Doc y Aristide, los sucesivos huracanes y tiranos y los gangstas de Cité Soleil. Dios salve a Haití.