Hay ocasiones en las que todo lo que tienes es una voz. La mía, la que me habla a mí, se llama María. Dulce, amable, a veces tan impotente como yo mismo. Durante horas, María fue mi único enlace con el mundo exterior. Un mundo mucho más frágil de lo que siempre había pensado, capaz de colapsarse por el gigantesco erupto de un volcán que se esconde cobarde bajo un glaciar de Islandia. Son horas largas. Estás solo -entre miles de iguales-, impotente, vigilado por ese enjambre de óculos de mosca que acechan desde el techo de la T4. Los estados de ánimo se suceden. Primero estupor. ¿Es posible quedarse atrapado en Madrid? Pues sí. Uno nunca se había planteado que la enorme oferta de coches de alquiler que se le supone a la capital del reino pudiera agotarse, como un manantial cualquiera de Almería en los meses de verano. Luego llegan la rabia, la impotencia y, siempre, la esperanza, que se llama María.

Suena el móvil. Es ella. Espero cada llamada suya con los nervios propios de un amor adolescente y un cosquilleo en el estómago hasta oír lo que me tiene que decir, aunque casi siempre son malas noticias. El número que aparece en la pantalla es largo, empresarial, frío. Todo lo contrario que su voz. Cálida, comprensiva y, sin embargo, tremendamente eficaz. María atiende las llamadas de urgencias de una agencia de viajes. Es esa tabla que flota tras un naufragio y a la que te agarras con todas tus fuerzas. De las muchas formas en las que una persona puede hacer su trabajo, María ha elegido el cariño. Incluso en días de colapso total como el de ayer en el que tiene que lidiar con cientos de clientes ansiosos. Siempre comprensiva, busca soluciones, atiende a las sugerencias desesperadas que le lanzo y sabe ponerse en mi lugar. Lo malo es que ni siquiera ella está preparada para doblegar a una nube de ceniza. Un enemigo nuevo, al que nunca nos habíamos enfrentado y contra el que luchamos codo con codo.

«No se preocupe, le alquilo un coche». Pero no hay coches, ni plazas en tren, ni en autocar. Tampoco es posible llegar a León y, además, allí tampoco quedan coches para completar el trayecto. María ya tiene en la recámara un hotel en Madrid y un coche de alquiler dispuesto para las diez de mañana -de hoy-. Ya ha hecho su trabajo y podría plantarse aquí, pero sigue luchando. Quizá haya una combinación mejor.

Entre sus llamadas, que son continuas y puntuales, queda tiempo para pensar, para observar el entorno. Sigo dentro de la zona de embarque, por si acaso. Y porque no tengo adonde ir. Está desierta. Sin gente. Los aviones parados, con la única excepción de los que van hacia el Sur o a ultramar. El Norte no existe hoy. La vieja Europa permanece inalcanzable. Asturias queda aún más aislada de lo habitual. El colapso se ha quedado fuera. En la zona de facturación, decenas de miles de personas hacen colas estériles o simplemente descansan en el suelo.

El móvil echa humo. Amigos, compañeros, hasta los jefes llaman para interesarse por mi suerte y de paso para concretar cómo voy a resolver mi trabajo. Hay otras voces que se interesen, que animan, que apoyan. Todo vale. De pronto, el móvil protesta y empieza otra guerra. Necesito un enchufe. De otros viajes sé dónde hay uno y corro hacia él. No puedo perder mi único nexo con el exterior del aeropuerto. No sabría qué hacer. Por suerte está libre y me enchufo a la vida. Es la primera alegría del día y parece que la suerte cambia.

Atendiendo una sugerencia desesperada que me ha soplado otra voz cariñosa; María me consigue un asiento en el AVE a Valladolid. Pero en Pucela tampoco hay coches. Al menos, no por la vía oficial. Cojo el móvil y busco otra voz amiga a la que pido un favor imposible. Y el milagro se obra, me ha conseguido un coche en el aeropuerto de Valladolid. La combinación ganadora ha sido la siguiente. Del hotel al aeropuerto de Sevilla en coche de alquiler. Un vuelo tranquilo hasta Madrid. Cinco horas y media de tensión y abandono en el aeropuerto. Salir pitando para coger un taxi que me lleve a la estación de Chamartín mientras me cuenta un par de anécdotas, como la del tipo del hotel Intercontinental que le aflojo 4.000 euros a un colega del volante por llevarle a París. Allí hay otro barullo considerable de gente, pero yo tengo mi billete y me montó en un tren rumbo a Valladolid, donde tomo otro taxi de la estación al aeropuerto, en el que me espera el coche prometido y conduzco hasta el aeródromo de Asturias, donde recojo mi coche. Cuando llego al periódico llevo trece horas de viaje y empiezo a currar.

Aún no le había dado tiempo al AVE a despegar cuando el móvil pitó con un mensaje (hay voces que prefieren escribir antes que hablar) que me informaba de que acababan de abrir el aeropuerto de Asturias. Podría maldecir a mi mala suerte, a los guiños del destino, a Aena y a todos los volcanes submarinos de Islandia, pero me entra un brusco e incontrolable ataque de risa. Desde otros asientos, pasajeros con cara de pocos amigos me miran como si estuviera loco. Yo no puedo dejar de reírme.