Unas palabras sobre el cancionero asturiano de Joaquín Pixán y Antonio Gamoneda, distribuido por LA NUEVA ESPAÑA, que comienzan pidiendo disculpas por ponerme a hablar de aquello de lo que no se, o, desde luego, no lo bastante para hablar con fundamento. Sin embargo quizás no sobre a veces -en este y otros casos- el parecer del ignorante, pues cualquier dominio encerrado en su propia estructura de saberes, acerca del que sólo opina el que sabe, corre otros riesgos, y no menores.

Del "cancionero" me han llamado la atención con fuerza varias cosas.

La primera es, lisa y llanamente, la osadía. En la plenitud y madurez de su larga carrera, cuando ya era un inmortal en lo suyo (aunque vivísimo y coleante), Pixán afronta el reto mayor de la renovación del cancionero asturiano, asumiendo los riesgos que son de esperar cuando se toca la tradición y las palabras antiguas de la tribu. Osadía pareja la del enorme poeta Antonio Gamoneda, cuando su larga y fecunda vida, y la universalidad del reconocimiento a su obra, lo habían situado por encima del bien y del mal, como un inmortal en su amplio dominio del genio poético en castellano; haciéndolo encima esta vez en asturiano (autor y traductor). Y osadía, en fin, del encuentro entre ambos, en una colaboración que, a la vista del fruto y del método que se expone junto a los textos, sin duda ha sido de gran intimidad, metidos los dos en el caldero y a fuego lento, pero que habrá requerido un juego no menor de aproximación.

La segunda cosa que me ha llamado es la ambición, manifiesta ante todo en la disparidad de los ingredientes del guiso: temas y letras asturianos tradicionales, junto a otros tomados del cancionero, de Gil Vicente a Lope, o de la poesía del XX, de Lorca a Ángel González, y a creaciones puras. Manifiesta también en el propósito de proveer al conjunto de consistencia hasta dotarlo de indiscutible unidad, pero preservando a la vez la diferencia de los componentes, para que no se confundan en el gusto.

La tercera es la sutileza, la delicadeza, el cuidado. Se depuran o completan letras, se inventan otras, pero sin forzar las primeras -sin sacarlas del quicio- y, en cuanto a las segundas, buscando -y en mi modesto juicio logrando- que el resultado no sea una impostación, sino un ensamblaje en el conjunto que parece totalmente natural, y ensamblando a su vez el conjunto mismo en el conjunto mayor de la tradición. Esto sucede con la letra, a la que Gamoneda aporta todo su saber poético -aunque sin sobreactuar nunca: la poesía es cautela- pero también con la música: Pixán no sólo interpreta, sino que también compone (bastante, por cierto), pero a partir del cuerpo melódico, tonal y técnico de la canción asturiana, del que logra hacer surgir, como una emanación de lo existente, la creación genuina.

El resultado me ha parecido espléndido: las letras, recompuestas o compuestas, tienen intención, picardía, astucia, pero asimismo misterio, y también humor, los que van unidos a la poesía asturiana, popular o culta, y al genio propio de Asturias, que gusta en recrearse en su propia ambigüedad. La música tiene poder, vuelo, capacidad para elevar. Aunque, bien mirado, o mirando bien a lo que la audición me ha suscitado, no se por qué hablo de letra y de música. Es la conjunción de ambas la que emociona, suscita a veces una honda melancolía, nos mete otras en el seductor minimalismo del fondo de armario de la vida, o nos despierta una sonrisa traviesa.

Ni que decir tiene que la voz portentosa de Joaquín Pixán, la gama de sentimientos que es capaz de despertar, su fuerza y sus matices, su poderío en suma, son determinantes del resultado que el propósito de los autores finalmente obtiene.

Encima ellos, los autores, tienen la modestia de llamar a su esfuerzo "tentativa", como pidiendo disculpa por la osadía de su empresa. Y creo incluso que no se trata de una modestia falsa, ni de una captatio benevolentiae, sino que es fruto del sobrecogimiento ante la magnitud del empeño, para el que con razón piden a otros su continuidad.