Jorge Jardón, más allá

Un corresponsal ejemplar, una figura insustituible

Me llama Venancio Martínez para decirme que Jorge Jardón ha muerto. Jorge Jardón, corresponsal ejemplar de LA NUEVA ESPAÑA en las tierras del Occidente, era una figura inevitable e insustituible en Navia que, poco a poco, se fue desvaneciendo. Se le veía por las calles a la caza de la noticia, se le veía en cualquier esquina encendiendo un cigarrillo. Se le veía asomado a un ventanuco de la gran fachada del cine Fantasio, a la entrada de Navia, como siempre fumando y como siempre viendo pasar el tiempo como si fuera un filósofo estoico. Le saludábamos: "¡Eh, Jorge!", y él guiñaba un ojo. Cuantas menos palabras se dijeran, mejor. Cuando le llevaron a la residencia de Luarca, se sabía que ya no volvería a poner sus pies en Navia. Él fue el primero en saberlo. Murió en Jarrio, todo un alarde de jotas: Jorge Jardón, en Jarrio. ¡Qué nombres magníficos!

Jorge Jardón era hombre de una jovialidad adusta. Un filósofo itinerante y antidogmático, porque nunca tuvo la tentación de ser un filósofo académico. Y, sin embargo, debajo de aquella pelambre gris, de su rostro grande, cada vez más amarillento y sin afeitar, de aquellos ojillos coronados de arrugas (las "arrugas de la risa", les dicen), había mucha sabiduría y mucho conocimiento de las personas, a las que calificaba con un lenguaje antiguo o poco usado. Así, decía de alguien que era "versallesco", cosa que sólo podía habérsele ocurrido a Jorge Jardón.

Su exterior era el de un "clochard", pero por dentro tenía un alma infantil incontaminada. Era uno de esos niños que nunca llegan a ser el primero de la clase, porque según el maestro "son distraídos, se distraen con cualquier cosa, hasta con el vuelo de una mosca". Pero esas distracciones son propias de un poeta. Jorge Jardón era un poeta de la vida, de su propia vida: vivió una vida hermosa. Los que le conocían amaban al niño que había en él. Y Jorge, con disimulo de niño malo, encendía otro pitillo. Venancio Martínez era uno de sus incondicionales. Si yo andaba por Navia, íbamos los tres a cenar y a comer, y me sorprendía que Venancio no le dijera algo, porque, más que comer, fumaba, cigarrillo tras cigarrillo. "Ya le dije más de mil veces que no fume tanto", me decía el bueno de Venancio, "pero no me hace ningún caso. Él va a su aire". Era independiente como pocos. No aceptaba consejos ni siquiera de los amigos. Los amigos estaban para quererle. Entre ellos se encontraba Álvaro Delgado. Extraña simetría de la muerte: mueren los dos casi al mismo tiempo.

Jorge Jardón vivió a su manera. Los tres últimos años fueron verdaderamente malos: le acometieron diversos achaques, le cortaron las dos piernas, ya no podía valerse por si mismo. Pero sus últimos momentos le compensaron de tanto sufrimiento, de tanta agonía, de tanta resistencia sin esperanza: murió dulcemente.

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