Juan Luis Ruiz de la Peña en la memoria viva

Reflexiones en el vigésimo aniversario del fallecimiento de un sencillo sabio volcado en la interpretación teológica

Se cumplían ayer veinte años que murió Juan Luis Ruiz de la Peña, teólogo, pensador, profesor en el Seminario Metropolitano de Oviedo y en las universidades de Salamanca y del Norte de España con Sede en Burgos y, sobre todo, entrañable persona, de esas que no se olvidan nunca si has tratado con ellas y pertenecían a tu círculo de amistades y de entorno frecuente.

Murió serenamente en la tarde del 27 de septiembre de 1976 o, como dice el filósofo-sociólogo francés al que él cita frecuentemente en sus obras, "murió su propia muerte", porque saber que se muere es lo que distingue al hombre del animal, más nítidamente todavía que el utensilio o el lenguaje. Se dice y se reconoce que el saber enfrentarse con la muerte manifiesta la categoría personal. Juan Luis lo supo con alguna antelación y, a sus cortos cincuenta y nueve años, en plenitud de la vida y de pensamiento teológico figurando entre los teólogos más prestigiosos de España y Europa, afrontó el momento con admirable paz y serenidad. No sé cómo mueren los santos, pero Juan Luis entra en esa categoría. Somos bastantes los que le hemos oído decir con toda naturalidad: "lo que he explicado en la cátedra me toca ahora manifestarlo en la vida". Así fue hasta el último momento. Y, aunque más breve de lo que deseaba y deseábamos, se sintió gozoso y satisfecho de su vida y de su vocación sacerdotal e intelectual. Dejó tras de sí una estela silenciosa de entrega a la Iglesia, al mundo y a la cultura que le tocó vivir y un acervo de once obras magistrales sobre el hombre, su ser, su sentido y sus ultimidades, quién es y qué o quién le espera, la mayor parte como apreciados libros de texto en los seminarios e instituciones docentes eclesiales, y más de un centenar de artículos en diversas revistas sobre el dialogo fe cultura, además de infinidad de conferencias, mesas redondas o charlas, porque, aunque le resultaba casi traumático viajar, si podía no rehusaba ninguna invitación donde el pudiera decir una palabra sobre lo mucho que sabía.

Evoco el recuerdo de su persona y de su obra porque no podemos dejar que se difumine en el olvido. Creo que el patrimonio teológico y cultural que nos dejó es valioso, clarificador y estimulante para el momento por el que traviesa la Iglesia y la cultura. Volver sobre él, releerlo, subrayarlo, contrastarlo con el pensamiento actual encendería luces para encontrar respuestas o abrir planteamientos sobre la realidad y el misterio del hombre y de la vida humana. Y, sobre todo, para iluminar la misión de la iglesia y su tarea pastoral de evangelización. Aunque mi testimonio no sea muy importante, puedo confesar que acudo a sus libros y artículos con frecuencia para preparar homilías y charlas. Siempre encuentro ayuda en ellos para la reflexión.

Muchas cosas y buenas se pueden decir y recordar de Juan Luis. Una persona un tanto tímida pero que te hacía sentir a gusto hablando con él, te daba confianza y te escuchaba con atención. Era perfeccionista hasta en sus aficiones. Si se trataba de asistir -acérrimo seguidor y entusiasta de su Real Oviedo- o ver un partido de fútbol, se preparaba, con preparación remota y próxima, leyendo crónicas y enterándose de todos los pormenores para disfrutar del partido. Si se trataba de oír música -no sé si su primera o segunda vocación, porque de sangre le venía- estaba a la última en técnica de audición y exigía un silencio absoluto. Recuerdo haber ido con él a un comercio de la calle Toreno a comprar una cápsula que detectaba el posible polvo que pudiera encontrarte en los surcos de los discos, alteraba la audición.

La música le llevó a Roma con la pretensión de ser un gran organista y vino doctor en teología. Le tocó vivir en un momento espléndido de esta ciencia que, fruto del Concilio Vaticano II, requería renovarse en la metodología y en la expresión y presentación. Juan Luis supo hacerlo con clara exposición de cada tema, con lenguaje riguroso y fresco y, sobre todo, en dialogo con el medio cultural de aquellos decenios en que predominaban el pensamiento marxista, existencialista y el auge de la ciencia. Sus muchas páginas están plagadas de citas o alusiones de las grandes vacas sagradas del marxismo, del existencialismo y de las ciencias empíricas. Hay quien dijo y con razón que la sinfonía y la armonía de la música la trasvasó a la interpretación teológica. Se disfruta leyendo sus escritos sobre el origen del hombre, su libertad, el sentido de la vida, la esperanza que nos cave, las salvación que nos espera? presentado la verdad revelada e integrando en su explicación los avances filosóficos y científicos como puede verse cuando afronta la creación con la teoría de la evolución o el problema del alma con teorías de la mente-cerebro. Comenzó publicando su primer libro sobre "El hombre y su muerte" y esta le sorprendió reflexionando sobre "La Pascua de la creación". Intentó llevarnos de la duda a la confianza y de la incertidumbre a la esperanza. A mi juicio, lo consigue.

A veces sucede que grandes hombres viven a nuestro lado y no nos damos cuenta. Juan Luis fue un humilde inteligente, un sencillo sabio, cuya huella, honda huella, merece la pena resaltar y cultivar. Alguna iniciativa habría que tener.

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