Suben a los altares

Semblanza ante la beatificación de cuatro abanderados de Cristo que aceptaron la afrenta del degüello

Tras cuatro meses de cárcel en la sala de la Adoración Nocturna de Nembra, hartos de palizas y torturas en la iglesia parroquial, con los varales del palio que portabais el día del Corpus, no teníais la menor duda de que un día más o menos próximo os condenarían a muerte. Ahora, después de un silencio demasiado largo de 80 años, la Iglesia reconoce que no le negasteis a Cristo como Pedro, ni le vendisteis a traición, como Pilatos y Judas; antes bien, nos brindasteis el perdón como Cristo clavado en la cruz y nos mandasteis perdonar.

Hoy, la iglesia ovetense arde en fiestas y repica las campanas en todos los pueblos porque el romano pontífice, Francisco, os declara mártires de Cristo y os beatifica, este sábado 8 de octubre, en la catedral de Oviedo, como ejemplo para que, pisando vuestras huellas, resolvamos el gran problema pendiente de nuestra salvación personal.

Vosotros aceptasteis el suplicio, mientras nuestro cómplice olvido busca el regalo. Nosotros buscamos impacientes la gloria mientras vosotros, abanderados de Cristo, aceptasteis la afrenta del degüello.

Os abrió paso en el suplicio una valiente mujer, también de Nembra. Otilia Alonso González se llama la dominica de la Anunciata, ya beatificada en Roma en 2007 por Benedicto XVI. Tenía 20 años, y era virgen y hermosa. El jefe de la banda pretendió quedarse con ella. Pero ella corrió junto a la madre superiora, sin vacilar un instante en dar su vida por Cristo, en Vallvidrera (Barcelona).

Os precedió también en el martirio Antonio González Alonso, un joven de 24 años, adorador nocturno que, en lo mejor de su vida, no quiso perder la oportunidad de ser mártir y, tras ser torturado con singular furor, nos dice el padre Colunga, el 11 de septiembre, como cuenta el chófer que hizo el servicio, al pasar al pie de su casa, ve a su madre asomada en la puerta, y dijo: "Adiós, madre, ¡hasta el cielo!". Lo llevaron al Comité de Sama de Langreo y de allí al calvario del Alto de Santa Emiliano, entre Lada y Mieres, echando bocanadas de sangre, cortada la lengua por no querer blasfemar. Bajo el golpe de una porra en la sien es arrojado vivo a un pozo de mina abandonado. Así acabó Antonio su andadura, en la noche negra, con su mirada de estrella, el que quiso ser misionero dominico pero la providencial enfermedad lo escogió para el martirio cuando se preparaba en La Normal de Oviedo para ser maestro católico.

Y el mejor broche de oro: el pueblo de Nembra, bañado por el río Negro y con la fe recia de las aguas bautismales escucha la respuesta cargada de teología de la madre de Antonio cuando le dicen: "Hemos cogido a los que mataron a tu hijo. ¿Qué quieres que hagamos con ellos?". Ella contestó: "Quiero verme con ellos y con mi Antonio en el cielo". ¿Hay quien nos dé más confianza para saber hacer mudanza de vida cuando la noche se hace muy oscura y la cruz no parece llevarnos a la luz?

Esperan en la cárcel, impacientes, Segundo e Isidro. Éste último lo cuenta a sus hijos que asisten a la escuela enfrente de la cárcel, cuyos servicios higiénicos usan los presos acompañados por el miliciano de turno. A éste no le consiente el maestro, Jesús García, entrar en la escuela y permanece afuera para que Isidro tenga la oportunidad de hablar con sus hijos, Darío y Maria Luisa, y despedirse con un beso. Estas son sus palabras a Darío en vísperas de su martirio: "Dile a tu madre que, si quiere, que vaya a Gijón a hablar con el Comité Provincial, pero que ya no hay nada que hacer: a Segundo hace dos días que le han sacado y no sabemos si vive. Hoy espero que me saquen a mí. Este beso es para tu madre y tus hermanos también; ya no nos veremos más. Dile que no llore porque somos mártires. Nos persiguen y abofetean como a Jesucristo. Rezad mucho por nosotros. En el cielo nos veremos".

Y, respondiendo a la pregunta de "¿por qué no escapas como el padre de...?" que le hizo su hija Maria Luisa le contesta: "No puedo y, además, soy testigo de Jesucristo. Tenéis que perdonar a todos como yo les perdono de corazón. Se lo dices a tu madre y a tus hermanos. Buscan a tu hermano Silverio para matarlo conmigo; a él no lo matarán, pero a mí, sí. Ya sacaron para la iglesia a Segundo y ahora me toca a mí". Se despidió dándome un bes y diciéndome que fuese buena con todos.

Y así fue: Isidro es llevado al templo parroquial donde se encuentra y se abraza con Segundo y, ya de noche, llega una camioneta con tres presos de Moreda; uno de ellos, don Jenaro, el párroco que va a tomar posesión de la parroquia, conseguida en concurso hace 32 años.

¡Qué grata sorpresa para segundo e Isidro! ¡Qué dicha morir junto al buen pastor amado! Precisamente, en la fecha de las bodas de plata del matrimonio de Segundo y en el mismo templo, en vísperas de las oro sacerdotales de don Jenaro.

Saben que van a morir. Saben que ese día, 21 de octubre, estarán con Cristo en el Paraíso. El santo párroco les prepara para ofrecer sus manos abiertas e inclinar su cuello, sumisos.

Por fin, llega la hora del suplicio. Les obligan a hacer su sepultura en la iglesia donde han padecido tantas torturas. Segundo e Isidro hacen la suya, la misma para los dos, próxima al altar de los mártires, donde habitualmente oían misa; y no consienten que su anciano párroco haga la propia a los 72 años y se la preparan ante el altar mayor, donde a diario celebraba la eucaristía.

Entre tanto, los verdugos preparan una gran cena en el Comité de Guerra, sito en la rectoral; cuando llegan al templo, los reos rezan y esperan.

Al abofetear al párroco, le defienden con valor porque pegar a un sacerdote es un sacrilegio; y asoman los cuchillos en la noche negra: van a ser degollados.

Don Jenaro prefiere ser el último. Acuestan en un banco de la iglesia a Segundo e Isidro. Son quince los verdugos, de los que cinco son mujeres que recogen la sangre en un barreño, revolviendo para hacer morcillas para los carcas. ¿Las hicieron? Por si gruñían, como los cerdos, pusieron en marcha el motor de la camioneta que trajo a don Jenaro para que nadie se enterara de sus gritos.

Cuando Cristo fue abofeteado por el alguacil de casa de Caifás, respondió diciendo: "Si he hablado mal, dime en qué; pero si he hablado bien, ¿por qué me hieres?".

Don Jenaro les dijo: "No puedo comprender que si yo os bauticé y preparé para la Primera Comunión, procurando haceros personas, os portéis así. Pero yo os perdono".

Una vez degollados y descuartizados Segundo e Isidro, embriagados de odio diabólico, bailaron sobre los cadáveres, según confesión de las mujeres cooperadoras y al salir a la fuente próxima del pueblo a lavar los cuchillos ensangrentados un familia, siempre vigilante, dio testimonio de ellos.

Y este final llega porque, queridos mártires, inclinasteis sobre el banco el cuello sumiso y hoy la iglesia nos dice -porque no olvida a sus mártires- que estáis con Cristo en el Paraíso.

Al día siguiente, cuando la familia, como un día más, les llevaba la comida, fingieron los verdugos que se habían escapado, buscándolos palmo a palmo cerca de sus casas y también de lejos; pero la familia les echó en cara el crimen y se vistieron de luto porque, como en el caso del hijo del hombre, la vida ha muerto.

Lloraban las familias, que todos los días rezaban a la Virgen de los Dolores.

Hoy las campanas de Asturias tocan a gloria porque la Iglesia reconoce que, en Nembra, triunfó la victoria del primer sacerdote diocesano que sube a los altares junto a dos mineros y un joven, adoradores nocturnos, hermanos y padres de misioneros, bautizados con agua y con sangre en el mismo templo.

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