Un día histórico en la diócesis de Oviedo

Las otras persecuciones de cristianos

En segundo lugar, las celebraciones de beatificación por martirio no se organizan de un trimestre para otro, ya que los procesos, por lo general, duran décadas. El de Nembra se inició en 1997, en su fase diocesana, y en 2000 pasó a la Santa Sede; en total, casi 20 años de proceso canónico en el que nadie estaba esperando por la ley de Zapatero o sus aplicaciones. En todo ese tiempo tuvo un papel fundamental el sacerdote Ángel Garralda, vicepostulador diocesano de la causa y autor del libro "La persecución religiosa del clero en Asturias: 1934, 1936, 1937 (Martirios y odiseas)". Con el vigor y la peculiaridad navarra de su fe, Garralda ha prestado un importante servicio a la Iglesia de Asturias, pese a que involucrarse en esas tareas ha provocado con frecuencia rechazos o mohínes.

Y en tercer lugar, la Iglesia ha reconocido desde sus comienzos a quienes han muerto violentamente por el hecho de ser cristianos y rechazando la alternativa salvadora de renegar de su fe. Se calcula que durante la guerra civil española hubo cerca de 10.000 víctimas católicas: 13 obispos, 4.184 curas diocesanos y seminaristas, 2.365 religiosos, 283 monjas y unos 3.000 seglares, en su mayoría de Acción Católica. De esas 10.000 víctimas estimadas, 1.580 han subido a los altares desde 1987 hasta el presente.

A ese dato global se le ha añadido un eslogan: "Diez mil muertos y ni una sola apostasía". Evidentemente, quienes apostatasen no eran ejecutados y no entraron después en el recuento de mártires. Por tanto, dicha coletilla tiene algo de tautología, pero los testimonios son abrumadores y el número de palizas, degüellos, desangramientos, castraciones, descuartizamientos, etcétera, muestran un cuadro dantesco y escalofriante.

Precisamente la ejecución de los mártires de Nembra reúne varios de esos elementos rituales de la persecución religiosa española. A uno de ellos, el más joven, le cortaron a lengua por negarse a blasfemar o a orinar sobre el ara de altar. Quien le trasladó al lugar donde iba a ser arrojado a un pozo de mina abandonado, testimonió que aquel hombre sangraba a borbotones por la boca. A los otros dos seglares se les aplicó el cuchillo de corar, como si se tratara de la matanza del cerdo, seccionándoles la yugular. Los ejecutores eran 15 milicianos, 10 hombres y cinco mujeres, y se atribuye a una de ellas el deseo de recoger aquella sangre con el fin de hacer "morcillas para los carcas".

En este punto, la historia de los mártires católicos trasciende al hecho de que la Iglesia los eleve a los altares. La cuestión que salta ante nuestro ojos es la de explicar tales signos de brutalidad. Ni en la Revolución Francesa, ni en la Rusa, ni en el México de los Cristeros, se produjeron tales acumulaciones de víctimas y de crueldad en tan corto periodo de tiempo (unos seis meses a partir del 18 de julio de 1936). En Francia fueron ejecutadas unas 2.000 víctimas católicas desde 1789 a 1799; allí también hubo violencia ritualizada, pero la mayoría de las matanzas fueron expeditivas y sin ensañamiento (merced al invento francés de la guillotina).

Tal vez exista un punto de comparación con las persecuciones de cristianos en Japón, a partir del siglo XVI, y en las que los gobernantes aplicaban técnicas de tortura cuya mera descripción produce el desmayo (algunos de esos hechos forman parte de la película "Silencio", de Martin Scorsese, que se estrenará en torno a Navidad).

El historiador británico Hugh Thomas ha llegado a escribir que "En ninguna época de la historia de Europa, y posiblemente del mundo, se ha manifestado un odio tan apasionado contra la religión y un desenfreno que no se había visto en Europa desde la Guerra de los Treinta Años".

Algunos historiadores y antropólogos han tratado de explicar aquellos hechos, como Andreu Navarra en su libro "El anticlericalismo, ¿una singularidad de la cultura española?". En él relata el que pudo ser un primer caso de violencia ritualizada en una persecución religiosa, cuando en 1826 un guerrillero mata a un franciscano e inmediatamente moja una hogaza de pan en su sangre. "¿Una eucaristía homicida?", se había preguntado antes el antropólogo Manuel Delgado en su libro "La ira sagrada".

El mismo Delgado postulaba que "la cultura tradicional religiosa española consiste en un sistema basado en una fuerte tensión ritual que tiraniza y provoca crispación". Ello explicaría que los estallidos populares contra el clero se revistieran, analógica y destructivamente, de los mencionados procedimientos de extrema violencia ritual. Así, el rito comenzaba en muchas ocasiones con los atacantes emborrachándose (para llegar a una especie de estado de conciencia alterada), seguido por la exhumación de cadáveres de curas y monjas para exhibirlos en las calles, y por el revestirse con prendas litúrgicas y por las procesiones con los presos. Después, a las víctimas se las asimilaba en muchos casos a los animales, y de ahí que se los castrase o se operara con ellos como en la matanza del cerdo o como en una corrida de toros.

Sin embargo, todo ello, que podría pertenecer a una explosión inicial de violencia, se prolongó durante los referidos seis meses, dice Navarra, gracias a la "burocracia revolucionaria" de anarquista y comunistas (estos últimos acompañados por sus asesores rusos). De ese modo los iniciales "motines" anticlericales se convirtieron en un programa de exterminio de la religión católica.

Como es evidente, la Ley de la Memoria Histórica, salvo por su parte dedicada a la sagrada recuperación de los restos mortales, se centra en cuestiones casi cosméticas si se las compara con la durísima tarea de explicar ciertos hechos de la historia de este país, que es patria del "sentimiento trágico de la vida". Por tanto, cada vez que la Iglesia católica celebre una beatificación de mártires de la Guerra Civil activará nuestro deseo de conocimiento, pero cada vez que la Ley de la Memoria retire un nombre o un vestigio habrá contribuido al estúpido olvido del pasado y al peligroso rechazo de la historia.

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