Tras dos elecciones generales y casi un año de estrategias y asociaciones infructuosas, intentos de investidura fallidos, batidas periodísticas huérfanas de reglas éticas e incluso episodios de canibalismo político, el último fin de semana de octubre el Congreso de los Diputados acabó tendiendo el puente que conduce a la Presidencia del Gobierno al candidato del Partido Popular. Una vez terminadas las cábalas, calmados los nervios (con desigual proporción) y despejadas las dudas políticas generadas durante diez meses respecto a la formación del nuevo Ejecutivo, la ciudadanía espera que la nueva legislatura esté guiada por la honestidad, la transparencia, la dedicación, la eficiencia y la sensibilidad social, una etapa en la que se vayan resolviendo y disipando esas otras incertidumbres de sobra conocidas que interesan, inquietan y perturban el sueño de millones de españoles. Se ha repetido hasta la saciedad que lo prioritario no eran los sillones, sino el interés general, cuestión que irá desvelándose en el terreno de juego de los hechos y la realidad con la presencia en las gradas de un público escamado y poco dispuesto a aplaudir el mal juego, la trampa o el paripé.