En una taberna del centro, ante una jarra de vino fresco, un buen amigo me contó la historia. Era el otoño de 2006 y él acababa de regresar de sus vacaciones por el corazón de Europa. Me dijo que después de visitar el Mont Blanc tomó el desvió hacia Quincy, pues quería visitar la alta aldea alpina desde la que John Berger oteaba el mundo desde hacía más de cuarenta años. Me contó que a la mañana siguiente de su llegada había recorrido el lugar mirando de reojo por si se encontraba con él, y que incluso había preparado un saludo ingenioso para la ocasión. A media mañana, después de saborear la gloria que supone perseguir un fracaso, entró en una cantina junto a la carretera que serpentea entre las montañas en dirección al cielo. Nada más entrar reconoció la huella de Berger..., John, me dijo que le llamaban allí. En las paredes había varios retratos del inglés. Sobre una amplia mesa de madera, algunos de aquellos ajados rostros del campo bebían vino y comían queso puro de vaca. Mi amigo se sentó junto a ellos y compartió vino, queso y charla y justo al levantarse para pagar e irse vio desde la ventana una moto negra y a un hombre con casco negro y traje de motorista negro acercándose a la curva. Y vio cómo el hombre de la moto giraba su casco hacia el bar y cómo los hombres duplicados en tinta y carnes levantaban levemente el mentón y sonreían. Mi amigo pudo ver cómo luego máquina y hombre aceleraban y se inclinaban para trazar la curva y desaparecer. Y supo en ese instante, con la misma certeza que yo cuando me lo contó, que había visto a John Berger. Levantamos las copas y a carcajada pura brindamos por la salud de un hombre de más de 85 años que aún conducía una moto de gran cilindrada. Ése fue el amigo que ayer me dio la noticia con la voz temblorosa. Nadie escribía como él. Como lector jamás he tenido una sensación de cercanía comparable con la suya. Lo mismo da que se trate del color de un melocotón, del almuerzo de dos inmigrantes en la cabina de una grúa, de un odre de pulque, de un garfio para la matanza del cerdo o de la historia de un amor imposible y dañino. Su ángulo es diferente y único. Y a mi amigo le recordé el arranque de King, para que su punto y final tenga un nuevo principio. "Voy a llevarles a donde vivo y al decirlo..."