Alfonso Calviño tuvo como periodista una trayectoria peculiar. En vez de subir paso a paso los escalones de la profesión, como suele ser habitual, inició la ascensión a zancadas. Muy joven estaba ya en importantes puestos de responsabilidad, como la subdirección de "Pueblo" o la de "SP", y siendo apenas treintañero llegó a la dirección de LA NUEVA ESPAÑA. Poco después sería director de "El Noroeste". Esa temprana acumulación de responsabilidades bastan y sobran para definirle como un destacado profesional. Que luego su carrera discurriera por cauces más discretos tuvo mucho que ver con su elección personal. En una etapa como la de la Transición, que hizo bandera de la integración de todos, vinieran de donde vinieran, Alfonso se anticipó a renunciar a derechos que, sin duda, le hubieran sido reconocidos. Tengo suficientes elementos de juicio para opinar que no lo hizo por ingenuidad sino por su forma personal de interpretar la decencia, una actitud en la que, para él, la ética y la estética se entrelazaban de forma inseparable. Ser decente fue siempre su forma de ser estoico. Lo probaría con creces cuando hubo de afrontar los duros tragos que le depararía la vida. Quienes fuimos sus amigos desde los ya lejanos tiempos de la infancia asociaremos siempre esa admirable actitud a su recuerdo.