La columna del lector

De Séneca para Asturias

Algo debe de haber de cierto en esa teoría del pensamiento precristiano que preconiza el conocimiento como medio casi único para llegar a vislumbrar la virtud. Si bien es cierto que el cómo liberarse de las pasiones y los deseos que perturban a diario nuestra existencia, y alcanzar ese dominio eficaz del alma sobre el cuerpo, va mucho más allá del saber. Operan tantas y tal complejidad de interrelaciones humanas que la honestidad a menudo viene revestida por la ciencia retórica y la coacción legal. Podría decirse que la virtud es un concepto filosófico que tiene su origen en el conocimiento, atraviesa la barrera de las emociones y se hace depositaria temporal y circunstancial, nunca permanente y sin matices, en el propósito de las personas.

"El primer arte que deben aprender los que aspiren al poder es el de ser capaces de soportar el odio". Cuando Séneca pronuncia esta sentencia, se puede suponer, hace referencia tanto al sentimiento que sale de las vísceras propias como al proveniente de las ajenas. Con esta frase el pensador da por sentado que toda influencia social ha de pagar el precio del odio y estar intelectualmente instruido para soportarlo. Tal vez esto explique por qué cualquier poder político cuelga sobre su adversario, y de forma recurrente, el estigma del odio ideológico, sin advertir que el pecado tiene billete de ida y vuelta. De lo dicho por Séneca y su filosofía se colige que el concepto de poder viene definido por la ausencia de virtud y la escasez de conocimiento.

Como toda verdad universal, la relación poder-odio puede ser demostrada sin tener que recurrir a ejemplos foráneos. Aquí, en esta región dejada de la mano de Dios y abandonada a su suerte por la falta de omnisciencia política, todos los poderes electos sufren de enconamiento visceral; incluso alguno está sumido en el odio endógeno, que ya es el colmo del encone. El último en sumarse al acoso y derribo del árbol caído es precisamente el pilar principal que sirvió de sostén al líder del poder ejecutivo. Ahora, el Presidente ya no tiene quien le escriba. Es la crónica de una muerte anunciada. El desamor en los tiempos de la cólera. Mientras, Macondo agoniza de soledad e inacción.

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